El 7 de diciembre de 1933, el ferrocarrilero Julio Ramírez —quien había trabajado por más de 31 años en Ferrocarriles Nacionales de México (FNM)— escribió una carta al presidente Abelardo Rodríguez, en ella pedía la intervención del mandatario para lograr que su solicitud de jubilación pudiera ser resuelta favorablemente, pues decía que las Juntas de Conciliación “no demuestran actividad para los ferrocarrileros”. De acuerdo con don Julio, las autoridades del Departamento Mecánico despedían con regularidad a los trabajadores en los talleres, “alegando que están viejos (no incapacitados)”. Por último, después de dar a conocer su experiencia y, probablemente, la de muchos otros de sus compañeros, se atrevió a sugerir que el gobierno construyera un asilo para ferrocarrileros “que son separados por viejos y que están en la pobreza”.
Aunque en su carta el señor Julio no consignó su oficio, es muy probable que ejerciera alguno relacionado con los talleres de Nonoalco, dado su conocimiento y el haber sufrido las malas prácticas de los empleados del Departamento Mecánico. Aunado a lo anterior, dijo vivir en la calle del Peñón, número 6, en el interior 7, misma que se localizaba en el Cuartel iii de la ciudad de México, a tan sólo unos metros de la estación de carga más importante de la urbe. Conocer la ubicación de este y otros trabajadores del riel nos lleva a saber también las condiciones materiales en que vivían y de sus posibles experiencias cotidianas. Habitar cerca del barrio de Tepito —históricamente poblado por sectores populares— y de su lugar de trabajo expresa una forma particular de vivir la ciudad. Así, este testimonio es importante ya que, en tan sólo unas líneas, retrató toda una serie de problemas importantes para el gremio ferrocarrilero en ese momento.
En primer lugar, llamó la atención sobre las relaciones laborales al denunciar el maltrato de los empleados sobre los trabajadores de un área fundamental para el funcionamiento del servicio ferroviario: los talleres. En segundo lugar, nos acerca a la situación económica de este grupo de trabajadores. Dada su urgencia por lograr una decisión favorable a su jubilación, se intuye su dependencia en relación con su salario y de las prestaciones otorgadas por el convenio o contrato con la empresa. Por último, y quizá lo más importante, fue su petición al gobierno en turno: un espacio para trabajadores viejos y pobres, un sitio de acogida y descanso después de toda una vida de trabajo; mostrando con ello, una parte de la cultura política forjada dentro del gremio ferrocarrilero, la cual reivindicaba la dignidad del trabajador. Así, lo expresado por don Julio forma parte de un mundo que había cambiado desde el final de la revolución mexicana.
Por ello, el presente artículo tiene como objetivo comprender las experiencias de los ferrocarrileros a partir de sus relaciones y formas de actuar en los espacios de trabajo y en su entorno inmediato. Dichas experiencias fueron importantes ya que construyeron una identidad compartida entre los trabajadores ferrocarrileros. Dicha identidad se manifestó en prácticas y organizaciones que representaron los intereses de este grupo. Particularmente, la década de 1920 fue un momento clave de este proceso de identificación obrera, de manera similar a otros trabajadores urbanos, quienes se dedicaron a la construcción, reparación, mantenimiento y conducción de las instalaciones y del material rodante en la ciudad de México fueron afectados tanto por la dinámica general de los procesos de fundación y consolidación del Estado posrevolucionario como por la inercia de los acontecimientos locales de una ciudad en transformación.

El mundo del trabajo ferroviario
A finales de 1921, el Departamento del Trabajo solicitó a las diferentes compañías ferroviarias preparar un informe “del personal de empleados y obreros que prestan sus servicios en esa Empresa, así como de los sueldos y salarios que disfrutan”. La información recibida sería utilizada para el Censo Obrero de la República de ese mismo año. El Ferrocarril Mexicano declaró tener contratados a 180 empleados y 4 295 obreros; por su parte, fnm sostuvo emplear a 42 077 personas a nivel nacional. Casi la totalidad de los trabajadores eran mexicanos, entre las dos empresas tan sólo se contabilizaban 52 empleados extranjeros. Desde la primera década del siglo xx, los ferrocarrileros mexicanos habían luchado por ganar espacios en oficios acaparados por extranjeros, sobre todo en los casos de conductores, maquinistas y mecánicos. Esa lucha y la transición hacia una fuerza de trabajo mayoritariamente mexicana, fue construyendo un sentimiento nacionalista entre los diferentes gremios ferrocarrileros.
Por otra parte, las cifras para el Censo Obrero mostraban muy bien la complejidad del mundo del trabajo ferroviario. En el censo aparecían desde los oficios más característicos como maquinistas o conductores hasta los poco identificables tlacualeros, quienes estaban encargados de llevar los alimentos preparados por las familias de los trabajadores desde las estaciones hasta los cabos o peones que trabajan construyendo o haciendo reparaciones a lo largo de las vías. De acuerdo con el Reglamento Almaraz —expedido en 1925, durante el gobierno de Plutarco Elías Calles— “Es empleado ferrocarrilero, cualquier individuo que preste sus servicios en los Ferrocarriles o en sus dependencias”. No obstante, los trabajadores consideraban otros aspectos para definir a un ferrocarrilero, entre ellos el oficio mismo, la antigüedad o la destreza en el trabajo. Dichas características trascendieron la división por oficios y, en ocasiones, articularon los reclamos entre los distintos gremios.
Desde sus inicios, la industria ferroviaria contó con una organización del trabajo muy desarrollada, misma que demandó un régimen de trabajo y de tecnología capitalista, por estas circunstancias, el desarrollo del sector ferroviario estimuló la formación de un proletariado industrial en México. En este sentido, los trabajadores empleados en la construcción, mantenimiento, reparación y operación de locomotoras y otro material rodante fueron la columna vertebral de esta industria. En oficios como el de conductor, maquinista, garrotero, fogonero o mecánico era necesaria una preparación tanto teórica como empírica; por lo cual, en estos gremios fue común la enseñanza entre trabajadores, en donde los de mayor experiencia y antigüedad se convertían en maestros para los nuevos elementos, generando con ello dinámicas gremiales que, ante momentos coyunturales, cohesionaban a los trabajadores. No obstante, la relación entre maestros y aprendices no necesariamente fue armónica, las quejas en contra de los superiores, encargados de vigilar y controlar el trabajo, fueron constantes.

Entre el gremio ferrocarrilero la antigüedad, la experiencia y la jerarquía fueron aspectos altamente valorados y defendidos. Por ello, ante algún proceso de reorganización, como el puesto en marcha a mediados de los años veinte, los trabajadores con mayor antigüedad fueron quienes defendieron con más fuerza sus puestos de trabajo, ya que, contrario a lo que señalaban todos los reglamentos y convenios, los más experimentados fueron los primeros en quedar fuera del servicio. Esta situación fue evidenciada por un grupo de más de 300 ferrocarrileros —en su mayoría maquinistas, conductores, garroteros y jefes de patio—, quienes “Impulsados por la necesidad” escribieron al presidente Álvaro Obregón, denunciando estar sin empleo “por la escases (sic) de trabajo en los ferrocarriles ocasionada por los continuos rebajos de personal, y como la mayoría del personal rebajado ha recaído entre antiguos empleados”.
Al no encontrar solución y tener “familias á quién (sic) sostener”, solicitaban del presidente “su valiosa protección, ya sea con el deseo de que se nos dé trabajo ó que ordene sea creado el Depósito de Ferrocarrileros”, institución que —según el testimonio de los trabajadores— había funcionado en 1916, a propuesta del propio Obregón. En caso de que no fuera posible ninguna de estas dos soluciones, solicitaban ser aceptados en “la pensión de los servidores de la Revolución”. Entre las demandas de los trabajadores en esta época estaban la defensa del puesto de trabajo, el salario y un lugar para vivir o alojarse. Otro testimonio en ese sentido fue el de Guillermo Andonegui, jefe de la estación de Matamoros de Izúcar en Puebla, quien había estado bajo las órdenes del general Eugenio Martínez durante la revolución. Además de proponer una organización de trabajadores libres, sugería construir una casa de huéspedes en la ciudad de México, “con habitaciones cómodas, para que los compañeros sin trabajo por cualquier causa se alimenten y hospeden en ella hasta lograr su reinstalación, cuando tengan familia, se les dejará en libertad para habitar en lugar que deseen asignándoles determinada cuota diaria para el sosten (sic) general de él y su familia”.
Por lo tanto, las dinámicas del trabajo diario construyeron relaciones y valores compartidos al interior de determinados gremios; particularmente, en aquellos con un alto grado de especialización como maquinistas o mecánicos, en los cuales había una marcada jerarquía y dinámicas de tutelaje en relación con los trabajadores más jóvenes. No obstante, la década de 1920 mostró que los trabajadores con mayor antigüedad fueron los primeros en resentir la reorganización de las compañías ferroviarias, proceso necesario después de casi diez años de revolución. Por otra parte, dado el testimonio de diferentes ferrocarrileros sabemos que durante estos años sus condiciones materiales distaban mucho de ser las mejores: el desempleo, la falta de jubilaciones, la carencia de vivienda, entre otros, eran sólo algunas de las condiciones a las que se enfrentaban en un momento de grandes transformaciones en la ciudad de México.
Los espacios ferroviarios de la ciudad de México
A inicios del siglo xx, cuando el sistema ferroviario mexicano quedó constituido casi en su totalidad, la ciudad de México figuraba como un importante centro de transporte de mercancías y pasajeros. A lo largo y ancho de la capital estaban ubicadas las instalaciones necesarias para el buen funcionamiento del sistema: vías, patios de maniobras y talleres. Al final del porfiriato, la urbe concentraba las terminales de los ferrocarriles Mexicano, Central Mexicano, Nacional Mexicano, Hidalgo y Nordeste, Interoceánico, San Rafael a Atlixco, del Desagüe del Valle de México y de Monte Alto; además de los ferrocarriles de Cintura y Circunvalación. Eso sin contar las diversas estaciones localizadas en las municipalidades cercanas como Tacubaya, Mixcoac o Contreras. La relación entre ciudad y ferrocarril era bastante estrecha. A pesar de esto, aún sabemos muy poco sobre el impacto del ferrocarril en el ordenamiento urbano y sus transformaciones.

Para entender la relación entre la infraestructura ferroviaria y la ciudad es necesario tener presente la experiencia de los trabajadores, de los usuarios, de los habitantes aledaños a estaciones, talleres y patios de maniobras, así como de las autoridades gubernamentales y de las compañías ferroviarias. Las múltiples dinámicas e interacciones entre actores y lugares generaron espacios sociales particulares, a los cuales denomino como: espacios ferroviarios. En dichos espacios no sólo tienen lugar las actividades propias de la ciudad o de los centros de trabajo, sino que la interacción de estos genera nuevas dinámicas.
Los espacios ferroviarios fueron una parte fundamental de la vida urbana de la ciudad de México durante el siglo xx; al menos, hasta que la política de movilidad privilegió el uso del automóvil y la construcción de nuevas calles y avenidas. En la ciudad de México la utilidad de los ferrocarriles se concentró en el abastecimiento de la ciudad y la distribución de mercancías hacia otros puntos de la república. A las estaciones de San Lázaro, Nonoalco y Buenavista arribaron frutas, legumbres, maíz, trigo, cebada, garbanzo, arroz, aceite, cerveza, tabaco, leña, carbón, entre otros víveres y materias primas para la industria local. Por lo cual, el funcionamiento del ferrocarril y sus actividades marcaron en gran medida los ritmos de la urbe, al ser espacios de salida y llegada de mercancías y de personas.
A diferencia de otros medios de transporte utilizados antes, los trenes requerían de toda una infraestructura particular para la administración, mantenimiento, reparación y funcionamiento de las locomotoras y otro tipo de material rodante. Debido a la expansión urbana de finales del siglo xix y principios del xx, las tensiones entre la infraestructura ferroviaria y la ciudad crecieron, ya que la distancia entre las zonas urbanizadas y las estaciones, los talleres y los patios se acortaron. Por lo cual, cada vez más gente estuvo inmersa y participó de las dinámicas generadas dentro de los espacios ferroviarios. En este sentido, uno de los principales lugares fueron las estaciones, las cuales rápidamente se transformaron en polos de atracción de la actividad comercial e industrial; por ello, alrededor de ellas se establecieron una diversidad de comercios tales como hoteles, lugares de comida, salones de baile, cantinas, entre otros.
Ya fuese dentro de la infraestructura ferroviaria o en los lugares aledaños, una situación que se vivía todos los días era la tensión y el peligro. En primer lugar, residir cerca del ferrocarril suponía un determinado riesgo. Algunos de estos peligros fueron derivados de la tecnología disruptiva que acompañó la llegada del ferrocarril. El uso de calderas, hornos de fundición, combustibles y aceites para el funcionamiento y mantenimiento de las locomotoras y vagones, así como algún descuido o desatención por parte de los trabajadores podrían haber provocado un siniestro de grandes magnitudes. El 12 de octubre de 1920, el periódico El Heraldo de México publicó que, a las once de la mañana, por los rumbos de las calles de Guerrero, Nonoalco y Santa María, aledañas a la estación del “antiguo Ferrocarril Central en Buenavista”, se escuchó “una terrible explosión que hizo trepidar la tierra en varios y centenares de metros a la redonda”, la cual provocó el estallido de vidrios de puertas y balcones de las casas cercanas. Como suele suceder ante las tragedias, los chismes de lo ocurrido comenzaron a correr rápidamente, causando “una alarma grandísima diciendo que había reventado una caldera en los talleres del Ferrocarril Central produciendo gran número de desgracias y registrándose una verdadera hecatombe”. El diario desmintió la explosión de la caldera, pero los daños materiales causados a las viviendas cercanas a Buenavista fueron ciertos.

Por otro lado, a medida que la urbe crecía y las avenidas y calles se extendían por la ciudad, la convivencia entre trenes y automóviles representó un peligro latente tanto para los miembros de la tripulación del ferrocarril como para los choferes. En las cercanías de los patios de maniobras o en los cruces contiguos a las estaciones fueron comunes los accidentes entre trenes y automóviles. Cuando sucedían este tipo de hechos, la muerte o mutilación de alguno de los trabajadores era frecuente. Por ejemplo, el 6 de octubre de 1938, el periódico Excélsior reportó un accidente en el crucero de Nonoalco, donde hubo un choque entre un auto y una locomotora de patio. Aparentemente, el chofer Mariano Cuadros Romero no atendió al semáforo ni al repiqueteó de los silbidos del tren y así cruzó con su auto, mientras la locomotora hizo lo propio. Acompañando al maquinista viajaba el garrotero Pascual García García, quien resultó lesionado de ambas piernas, “pues le quedaron horriblemente destrozadas, situación que le causó la muerte”.
Los usuarios y habitantes cercanos que frecuentaban los espacios ferroviarios no estaban exentos del peligro cotidiano de sus alrededores. En la mañana del 18 de octubre de 1938, Miguel Estrada Cervera, médico de profesión y empleado de fnm, al estar caminando por el cruce de Nonoalco y la calle de Lerdo —zona conocida porque él mismo vivía en la calle del Ciprés en la Santa María la Ribera— sufrió un percance con un trágico final. Al llegar al crucero, su bastón se le cayó de la mano y al tratar de recogerlo, tropezó y fue contra el suelo, sin percibir que se acercaba la máquina de patio. Entonces, “Las ruedas de la locomotora pasaron sobre el cuello del anciano, que fué decapitado horrorosamente”. Quizá por la urgencia de llegar a tiempo al trabajo motivó la desatención de quienes caminaban por las mismas calles en que circulaban locomotoras y trenes.Debido a la cercanía del ferrocarril con las colonias populares de la ciudad de México, tal parece que el peligro era constante en la vida diaria de los habitantes. El que las personas cruzaran a través de los patios, las estaciones o las vías del ferrocarril generó un sinnúmero de tragedias. Por ejemplo, “Dejó caer a su hijo de brazos en la vía y una locomotora lo destrozó” así tituló Excélsior una noticia que narraba un terrible percance en el crucero de las calles de Lerdo y Saturno en la colonia Guerrero, el cual involucró a una madre, su hijo en brazos y un maquinista. Juana Flores intentó ganarle el paso a la locomotora de patio manejada por Ismael Brito; no obstante, no tuvo éxito provocando que la máquina golpeara a la señora Flores, quien por la fuerza del golpe soltó a su bebé, este “cayó bajo las ruedas de la máquina, que le amputaron las dos piernas”. De acuerdo con el diario, Juana sufrió tal impresión que “La desdichada madre gritaba con desesperación; se volvió loca como hemos dicho, y lanzando una estridente carcajada, corrió a darle alcance a la locomotora antes de que ésta hubiera podido detener su marcha, con la intención de morir al lado del fruto de sus entrañas”. Todo indicaba que el maquinista enfrentaría un cargo judicial, pero, al final, las autoridades determinaron que la madre era la única responsable de los hechos.

Además de lo anterior, la ciudad de México acogía a las direcciones generales de las diferentes sociedades gremiales. Por ello, la urbe fue escenario de congresos, manifestaciones y huelgas del movimiento obrero ferrocarrilero, una dimensión importante en la vida de los trabajadores. En los últimos días de febrero de 1921 se suscitó una huelga ferroviaria importante, el motivo era demandar el reconocimiento de la Orden de Maquinistas y Fogoneros y de la Confederación de Sociedades Ferrocarrileras de la República Mexicana, así como la disputa intergremial con la Unión de Maquinistas, Garroteros y Fogoneros, organización apoyada por la dirección general de fnm y el gobierno.
A las 4 de la mañana del 25 de febrero, los trabajadores de todos los departamentos abandonaron sus puestos de trabajo, particularmente los maquinistas y los fogoneros. En consecuencia, el presidente Álvaro Obregón ordenó al general Enrique Estrada, secretario de Guerra y Marina, el despliegue de tropas para el resguardo de oficinas, talleres, estaciones y vías. En la estación de Buenavista fue colocada una batería de artillería, “para proteger los intereses de las Líneas”, entre tanto, en la estación Colonia fueron apostadas dos ametralladoras. Así lo dispuso el general Jesús M. Garza, Jefe de la Guarnición de la Plaza y de las Operaciones en el Valle de México, quien declaró: “en las estaciones de esta Ciudad, talleres, patios, etc., así como los puntos del Valle de México, donde hay material ferrocarrilero, se enviarán retenes, formados con tropas en número suficiente, a fin de que impidan la destrucción de dicho material por parte de los Confederados, ya que se tuvieron informes fidedignos de que tal cosa pensaban realizar dichos ferrocarrileros”, esto a pesar de que un día antes, en un mitin realizado en la ciudad, los ferrocarrileros habían acordado “sostener la huelga, sin escándalos, atentados ni sabotaje”.
Así mismo, Marcelo N. Rodea dejó testimonio de cómo vivían los ferrocarrileros esos días de huelga: “Los lugares donde se encuentran ubicados los centros ferrocarrileros (Av. Hombres Ilustres y colonia Guerrero) presentaban un aspecto pintoresco. Grupos numerosos de ferrocarrileros esparcidos en distintos sitios leían con atención la prensa del día o comentaban el asunto de la huelga expresándose en forma optimista para ellos acerca del resultado de ese movimiento”. Los mismos trabajadores buscaron el apoyo de las tropas hacia la huelga, esto mediante la distribución de hojas subversivas con el título de “Hermano Soldado” y eran firmadas por el Consejo de Obreros, Soldados y Campesinos de la Región Mexicana, en ellas se invitaba a los soldados a no cumplir con sus deberes. Este tipo de situaciones se replicaron tan sólo cinco años después en la huelga de 1926-1927.
Consideraciones finales
Si bien el interés por la historia de las compañías ferroviarias ha acaparado la atención de los historiadores, poco sabemos sobre la experiencia de aquellas personas que trabajaron en la construcción, reparación, mantenimiento y conducción de los ferrocarriles. Conocer la organización, los valores y las ideas sobre el trabajo nos lleva a comprender otros aspectos de la vida de los ferrocarrileros; por ejemplo, el respeto por la antigüedad en el oficio o el arraigado sentimiento nacionalista del gremio. Por otro lado, la relación con la ciudad de México brinda todo un contexto material y social en el cual se inserta la experiencia cotidiana de estos trabajadores, la cual generó dinámicas particulares que tuvieron lugar en los espacios ferroviarios.
Dichos espacios ferroviarios estuvieron caracterizados por la tensión entre la infraestructura ferroviaria y una ciudad en pleno desarrollo. Por lo cual, una característica de estos espacios fue el peligro de trabajar, habitar o convivir cerca de vías, talleres y estaciones. Las diversas experiencias que ahí tuvieron lugar demuestran la centralidad que el ferrocarril tenía en el ritmo del día a día de la ciudad de México. No obstante, en las décadas siguientes, el ferrocarril, así como sus instalaciones se vieron desplazadas por el uso cada vez más frecuente del automóvil.
Para saber más
Alegre, Robert F., “Las rieleras. Gender, Politics and Power in the Mexican Railway Movement, 1958-1959”en Journal of Women History, número 2, 2011, p. 162-186.
Barrios, Elías, El escuadrón de hierro, México, Ediciones de Cultura Popular, 1978.
Guajardo Soto, Guillermo, Trabajo y tecnología en los ferrocarriles de México: una visión histórica, 1850-1950, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010.
Valencia Islas, Arturo, El descarrilamiento de un sueño. Historia de Ferrocarriles Nacionales de México, 1919-1949, México, Secretaría de Cultura, Centro Nacional para la Preservación del Patrimonio Cultural Ferrocarrilero, El Colegio de México, 2017.






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