Por Rubén Ortiz Rosas

La desaparición forzada es una violación grave y continua de los derechos humanos que persiste mientras se ignore el paradero de la víctima. Atenta contra derechos fundamentales como la libertad, la seguridad personal, la integridad física y la vida. Aunque en México no se tipificó en el Código Penal Federal hasta 2001, este crimen ha sido una estrategia recurrente de represión política, aunque no exclusiva de ésta.

Ya en 1903, Antonio Villavicencio, ex inspector de policía de la ciudad de México, relató a los hermanos Flores Magón –entonces presos en la cárcel de Belén– que él se encargaba de desaparecer a enemigos políticos de Porfirio Díaz. Su método consistía en ganarse la confianza del detenido, tramitando un amparo para que fuera liberado durante la noche; sin embargo, al salir de prisión, la víctima era amordazada, ejecutada y enterrada en secreto.

Ésta práctica no era desconocida para las fuerzas de seguridad mexicanas previas a la década de 1960. El 24 de febrero de 1955, Porfirio Jaramillo, líder agrario de Atencingo, Puebla, fue detenido en un hotel de la ciudad de México, donde se hospedaba antes de asistir a una reunión en el Departamento Agrario. Su hermano Rubén se había levantado en armas en Morelos en protesta por los abusos contra los campesinos, lo que posiblemente motivó su captura. Porfirio desapareció sin dejar rastro hasta que, tres meses después, el expresidente Lázaro Cárdenas intervino para ayudar a su esposa, Aurora, a localizar sus restos en una tumba anónima del panteón municipal de Acaxochitlán, Hidalgo. El cuerpo aún presentaba señales de tortura.

La década de 1960 fue un periodo de ebullición social en México. Trabajadores organizados y estudiantes buscaron, mediante protestas pacíficas, reducir el autoritarismo del Estado y ampliar la participación política más allá de los mecanismos controlados por el régimen. Sin embargo, la represión contra líderes agrarios, políticos, magisteriales y estudiantiles –mediante intimidación, encarcelamiento, asesinatos y masacres– llevó a la radicalización de estos movimientos. Así, figuras como Arturo Gámiz en Chihuahua o Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas en Guerrero, optaron por la lucha armada. Lo mismo ocurrió con grupos estudiantiles en Nuevo León, Jalisco, Sinaloa, Sonora, Puebla, Aguascalientes, Oaxaca, Michoacán y la ciudad de México, quienes vieron en el socialismo revolucionario la única vía para lograr un cambio real.

La respuesta del gobierno mexicano fue la erradicación violenta de los grupos radicalizados. El Ejército Mexicano arrasó comunidades serranas en Chihuahua, Sinaloa, Guerrero, Hidalgo, Veracruz, Oaxaca y Chiapas. Los campesinos que transitaban por la sierra eran detenidos y llevados a cuarteles militares, donde se les interrogaba bajo tortura mientras se revisaban sus pertenencias en busca de mensajes ocultos. La posesión de medicamentos o alimentos para más de una persona se consideraba un agravante. Si confesaban simpatía por algún grupo armado o parentesco con algún dirigente, eran obligados a guiar a los soldados por la sierra o a delatar conocidos en los múltiples retenes que rodeaban la zona.

En las ciudades, las colonias populares eran vigiladas constantemente por vehículos sin placas ocupados por agentes de la Policía Judicial, el Servicio Secreto, la Dirección Federal de Seguridad (DFS) –la policía política de la Secretaría de Gobernación– y la Policía Militar. Estos equipos allanaban viviendas señaladas por informantes, donde sospechaban que habitaban jóvenes de apariencia estudiantil con comportamientos “inusuales”: grupos de hombres compartiendo un departamento pequeño o conviviendo con una sola mujer. Para las autoridades, estos patrones de convivencia –juzgados desde una moral represiva– eran indicios de actividades subversivas. Si se escuchaban ruidos de máquinas, se presumía que allí se imprimía propaganda o periódicos clandestinos.

Además, los policías de tránsito recibieron órdenes de detener o reportar automóviles “sospechosos”. Según las Sugerencias a la Dirección General de Policía y Tránsito –un documento elaborado por la Dirección Federal de Seguridad en mayo de 1976–, los agentes debían “observar con malicia si se trataba de un coche de reciente modelo cuyos ocupantes fueran jóvenes de escasos recursos”, una contradicción que delataba el perfilamiento clasista y político de la persecución.

Los campos agrícolas, las zonas industriales y las escuelas públicas eran espacios en disputa y, por ello, vigilados estrechamente por los cuerpos policiales. La distribución de propaganda, la aparición de pintas en apoyo a huelgas obreras, en contra de políticos o que incitaran a la lucha armada generaban alerta inmediata para la seguridad del Estado (ver imagen 1). Los riesgos para quienes realizaban estas acciones eran extremos: cuando las fuerzas de seguridad lograban interceptarlas, el resultado era invariablemente la muerte o la detención de militantes. Muchos de ellos desaparecían para siempre.

Imagen 1. Imprenta y material de impresión encontrados por la DFS en una casa de seguridad de la Liga Comunista 23 de Septiembre, 7 de mayo de 1975. Colección: DFS, 11-235, L.29, H-78, Archivo General de la Nación.  

Durante mucho tiempo fue un misterio a dónde llevaban a los detenidos. Estos no eran presentados ante el Ministerio Público ni existían registros oficiales de sus detenciones. Ante la ausencia de información oficial, las familias iniciaron su propia búsqueda, exigieron respuestas y se organizaron en colectivos como el Comité ¡Eureka! (fundado en 1977) y la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México- AFADEM (1978). Así se descubrió que algunos habían sido liberados. Ellos relataban lo que ocurría tras una detención: los trasladaban a casas vacías, celdas ocultas en cuarteles policiales o militares, salones sucios en edificios gubernamentales, caballerizas de la Policía Montada o incluso a camiones donde eran torturados durante días (ver imagen 2). Los movían constantemente de lugar y en cada nuevo sitio los sometían a torturas, hasta que la información obtenida era utilizada por policías y militares para realizar más detenciones. Finalmente, a los liberados los abandonaban en carreteras y caminos cercanos a la ciudad de México con unas monedas en el bolsillo y la advertencia de que “no habría una próxima vez”.

Imagen 2. Cárcel clandestina dentro de una casa descubierta por el Comité ¡Eureka! gracias a una denuncia anónima, en la Ciudad de México. Minutos antes de llegar al lugar, sujetos armados sacaron a personas detenidas que estaban encapuchadas; dentro se encontró restos de documentación quemada e instrumentos para tortura. El lugar no pudo ser resguardado y la policía nunca llegó. Fotografía: Carlos Piedra Ibarra, enero de 1989. Colección: Archivo Histórico del Comité ¡Eureka!

Los sobrevivientes proporcionaron nombres de otras personas detenidas, lo que permitió a los familiares confirmar que sus seres queridos seguían con vida, en algunos casos después de meses o incluso años de desaparición. Estas personas se encontraban aisladas en lugares fuertemente vigilados por las fuerzas de seguridad. Con esta información, se elaboraron listas de desaparecidos y de los sitios a los que eran trasladados. Así se reveló, por ejemplo, que en el Campo Militar Número 1 se utilizaba la Prisión Militar, y que allí existían celdas subterráneas ocultas, así como un salón con celdas en el interior de un edificio de varios pisos.

Con el tiempo se descubriría que el lugar subterráneo estaba ubicado bajo el 2° Batallón de Policía Militar. El espacio consistía en celdas contiguas, conectadas por la parte posterior y rodeadas por un pasillo. Por las filtraciones de sonidos, olores y luces, los detenidos podían deducir que se encontraban debajo de una cancha de básquetbol. En la puerta de acceso, una leyenda advertía: “Esta cárcel la comanda Florentino Ventura”. Ventura, comandante de la Policía Judicial Federal y director de Interpol en México a finales de los años setenta, era el responsable de coordinar las operaciones contrainsurgentes por parte de este cuerpo policial.

También se reveló la existencia de otra cárcel clandestina cerca del Monumento a la Revolución, equipada con celdas y una sala de torturas. Los detenidos recibían tortas cuya envoltura mostraba la dirección “Calle Ponciano Arriaga, entre 4 y 5”. Algunos prisioneros, desde las ventanas de otro edificio, lograban avistar las torres de Televisa en la avenida Chapultepec. Estos lugares correspondían a las instalaciones de la Dirección Federal de Seguridad: la primera en la esquina de Ignacio Ramírez y Plaza de la República y la segunda en Circular de Morelia número 8, en la colonia Roma (ver imágenes 3 y 4).

Imagen 3. Edificio de la Dirección Federal de Seguridad en Circular de Morelia, número 8, colonia Roma, octubre de 1971. Colección: DFS, 56-68, L.2, Archivo General de la Nación.
Imagen 4. Croquis frontal del edifico de la Dirección Federal de Seguridad, donde se señala el último piso como “Departamento de Interrogatorios”, eufemismo utilizado para referirse al área de tortura, octubre de 1971. Colección: DFS, 56-68, L.2, Archivo General de la Nación. 

Numerosos cuarteles policiales y militares fueron convertidos en cárceles clandestinas por el Estado mexicano. En Guerrero, colectivos de familiares lograron identificar centros de detención ilegal en el 27° Batallón de Infantería en Atoyac de Álvarez y en la 27° Zona Militar en Acapulco. En esta última ciudad, detrás del Parque Papagayo, las instalaciones de la Policía Judicial del estado albergaban una fila de pequeños cuartos construidos en uno de sus patios, conocido como “El Ferrocarril”. Cerca de allí, habían adaptado una bodega con jaulas donde encerraban a los detenidos mientras esperaban su turno para ser torturados.

Las familias agrupadas en AFADEM y ¡Eureka! tenían la certeza de que sus seres queridos seguían con vida y se encontraban en cárceles clandestinas bajo custodia del Estado. Por ello, exigían su presentación con vida y su liberación inmediata. Estas demandas obligaron al gobierno –que negaba cualquier responsabilidad– a crear, durante los siguientes cuarenta y cinco años, diversos mecanismos para dosificar la información y mantener un discurso oficial que justificara las desapariciones. El relato estatal fue mutando con el tiempo: desde “Están exiliados y viven en la clandestinidad” o “No existen pruebas de su detención”, hasta “Fueron ejecutados por sus propios compañeros y enterrados secretamente”, “Podrían ser víctimas de excesos de algunos mandos militares” o, finalmente, “Fueron asesinados en Pie de la Cuesta y sus restos arrojados al mar”.

Estas prisiones clandestinas nunca fueron abiertas a inspección. Testimonios de sobrevivientes revelan que, cuando organizaciones como Amnistía Internacional intentaron visitarlas, los detenidos eran trasladados temporalmente a otros lugares. Al regresar a sus celdas, encontraban que habían sido modificadas para ocultar cualquier evidencia de su uso como centros de reclusión ilegal.

Las investigaciones realizadas por los mecanismos estatales –siempre limitados en presupuesto, personal y acceso a información– arrojaron escasos resultados sobre el paradero de los desaparecidos. Sin embargo, lograron algunos avances significativos, como la apertura parcial, en 2001, de ciertos archivos de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA). En los documentos desclasificados (aunque con reservas porque se testaban datos que hacian identificables a las personas) se confirmó lo que hasta ese momento los colectivos venían denunciado: la existencia de planes operativos, reportes de enfrentamientos, registros de detenciones, declaraciones firmadas por personas desaparecidas y las últimas fotografías de muchas de ellas (ver imagen 5).

Imagen 5. Jacobo Gámiz García fue detenido y llevado a alguna cárcel clandestina después de resultar herido en un enfrentamiento con la policía, el 13 de marzo de 1975 en Acapulco, Guerrero. Esta es una de sus últimas fotografías; en ella se constata que estaba vivo y recuperándose de sus heridas. El informe de su detención dice que “El gobernador del Estado [de Guerrero], Lic. Israel Nogueda Otero, ha manifestado su deseo de que este individuo sea trasladado de inmediato a la Capital de la República”. Colección: Exp.11-235, L.8, H-161, Archivo General de la Nación.

En los archivos se encontraron los informes policiaco-militares que documentan la persecución diaria y el proceso de aniquilación contra la disidencia política radicalizada que sobrevivió a masacres y asesinatos selectivos. Los informes señalan, en términos generales, que algunos detenidos habían sido trasladados al Campo Militar Número 1 o se encontraban en “las oficinas” de la DFS o en otras instalaciones, sin proporcionar más detalles al respecto. 

Hasta la década de 1990, ningún mecanismo oficial mencionó haber realizado inspecciones en los sitios señalados por familiares y sobrevivientes, ya que prevaleció la presunción de inocencia de las fuerzas armadas y policiales. Por ello, las investigaciones se limitaron a recopilar información documental. No fue sino hasta 2001 cuando la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) examinó algunas de las cárceles clandestinas previamente denunciadas y logró documentar espacios que coincidían con testimonios y fotografías (ver imágenes 6 y 7).

Imagen 6. De izquierda a derecha: Gonzalo Zamarripa Ruiz, Elmer Zamarripa Ruiz, Jerónimo Pantoja Cervantes y Jesús Romero García, detenidos y llevados a la Prisión Militar del Campo Militar Número 1, el 3 de octubre de 1968. Colección: IPS, C-2911, Exp. 46, Archivo General de la Nación.
Imagen 7. Patio de la Prisión Militar del Campo Militar Número 1 durante el registro realizado por la CNDH en el año 2001. Se trata del mismo sitio de la imagen 6. Fotografía tomada de: Informe Especial sobre las quejas en materia de desapariciones forzadas ocurridas en la década de los 70 y principios de los 80.

En su Informe Especial sobre las quejas en materia de desapariciones forzadas ocurridas en la década de los 70 y principios de los 80, la CNDH incluyó un breve registro fotográfico de seis lugares: la Prisión Militar del Campo Militar Número 1, la Base Aérea “Pie de la Cuesta”, las Islas Marías, el antiguo Cuartel de la 27ª Zona Militar en Acapulco, el antiguo Cuartel del 27º Batallón de Infantería en Atoyac de Álvarez y “El Ferrocarril”, que, hacia el año 2000, aún permanecía intacto en las instalaciones de la Policía Judicial de Guerrero, en Acapulco.

Imágenes 8 y 9. Cárcel clandestina “El Ferrocarril” ubicada dentro de las instalaciones de la Policía Judicial del Estado de Guerrero en la ciudad de Acapulco. En esos pequeños cuartos eran introducidos los detenidos. Fotografía tomada de: Informe Especial sobre las quejas en materia de desapariciones forzadas ocurridas en la década de los 70 y principios de los 80.

Tras un decreto presidencial de febrero de 2020 que ordenó la apertura irrestricta de los archivos –lo cual no se ha cumplido plenamente debido a su constante catalogación, que los mantiene en reserva–, fue posible dimensionar, en parte, la magnitud del terror: se encontraron fotografías de cadáveres con tiros de gracia, instalaciones operativas y registros de cientos de personas desaparecidas (ver imágenes 10 y 11).

Imagen 10. Cirilo Cota (camisa oscura) y Ramón Galaviz Navarro (camisa clara), amordazados dentro de una cárcel clandestina en Culiacán, Sinaloa, febrero de 1978.  El lugar posiblemente haya sido identificado por la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas en 2023. Colección: DFS, 11-235, L.49, H.134, Archivo General de la Nación.
Imagen 11. Rincón de un espacio al interior del cuartel de la Zona Militar 9-A en Culiacán, Sinaloa, que coincide con el sitio donde fueron fotografiados Cirilo Cota y Ramón Galaviz en febrero de 1978. Fotografía tomada de: Boletín para familiares EEGS/12/2023 de la Comisión Nacional de Búsqueda, disponible en: https://memoricamexico.gob.mx/swb/memorica/Cedula?oId=cNX8r44B8Iu1pZc-ztpe

Aunque no se han encontrado pruebas concluyentes sobre el destino final de los desaparecidos, los numerosos testimonios de perpetradores, sobrevivientes y testigos –que coinciden en señalar la presencia de personas desaparecidas aún con vida en cárceles clandestinas durante las décadas de 1980 y 1990, ya sea en prisiones o instituciones psiquiátricas– nunca fueron investigados seriamente, pese a existir rastros documentales en los archivos desclasificados. Es precisamente en estos espacios donde la búsqueda adquiere mayor relevancia, pues constituyen los últimos lugares donde se tiene registro certero de su existencia. A través de preguntas clave: ¿quién diseñó estos espacios?, ¿quién los vigilaba?, ¿cuánto costaba su mantenimiento?, ¿cuánto tiempo permanecían allí los detenidos? y ¿cuál fue su destino final?, podrían obtenerse respuestas actualmente ocultas en registros administrativos (ver imagen 12).

Los Principios Rectores de las Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas establecen claramente en su Principio 1: “La búsqueda debe realizarse bajo la presunción de que la persona desaparecida está viva, independientemente de las circunstancias de la desaparición, del momento en que ocurrió o en que se inició la búsqueda”. Este mandato implicaría necesariamente responder a las preguntas antes planteadas, algo que ningún mecanismo de investigación ha cumplido hasta ahora. Por el contrario, el gobierno mexicano ha optado por construir una memoria selectiva en torno a unos pocos sitios que, al ser presentados sin una investigación rigurosa ni establecimiento de la verdad, carecen de significado e identidad para quienes realmente vivieron y desaparecieron tras sus muros.

Imagen 12. Interior de una de las celdas de lo que fue la Dirección General de Policía y Tránsito en la Plaza de Tlaxcoaque, Ciudad de México, que funcionó como cárcel clandestina. Fotografía: Rubén Ortiz Rosas, marzo de 2019.

Para saber más

Cilia, David, Testimonios de la Guerra Sucia, México, Huasipungo, 2006. Disponible en línea: https://labiblioteca.mx/llyfrgell/1694.pdf

Comité de la ONU Contra la Desaparición Forzada, Principios rectores para la búsqueda de personas desaparecidas, México, Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 2019. Disponible en línea: https://hchr.org.mx/

Dutrénit-Bielous, Silvia y Bianca Ramírez-Rivera, “Cárceles clandestinas en México durante la Guerra Fría”, HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local, volumen 12, número 24, julio- diciembre de 2020, p. 223-264. Disponible en línea: https://www.redalyc.org/journal/.

Los encontraremos (Represión política en México), Salvador Díaz (director), Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, 1983, 36 min. Disponible en línea: https://www.youtube.com/

Maza, Enrique (editor), Obligado a matar. Fusilamiento de civiles en México, México, Proceso, 1993.

Ortiz Rosas, Rubén, “Los indicios relegados sobre los destinos finales de los desaparecidos de larga data en México”, Revista De Historia De América, número 170, 2025, p. 217–250. Disponible en línea: https://www.revistasipgh.org/

Poniatowska, Elena, Fuerte es el silencio, México, Era, 1982. 

Nota de los editores

Este artículo es parte de la investigación que el autor desarrolla en sus estudios postdoctorales, por lo que agradece al programa: 

“UNAM, Programa de Becas Posdoctorales de la UNAM, Becario del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, asesorado por la Dra. Mercedes Pedrero Nieto”.

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