Por Calíope Martínez González

En el siglo XIX se efectúa, para la historia de la lectura, uno de los procesos más importantes de democratización, circulación y acceso a la información en toda América Latina.

Las independencias, influenciadas profundamente por las ideas ilustradas y consolidadas por el liberalismo político y económico, tenían entre sus prioridades y objetivos la libertad de imprenta, la alfabetización y la educación, no sólo de las élites, que eran las que siglos antes habían gozado de ese derecho, sino también de las “clases laboriosas”, las mujeres y las infancias.

A partir del inicio de la revolución de Independencia de México, en 1810, e influenciados por la Constitución Gaditana de 1812, los ideales independentistas y sus líderes tuvieron entre sus prioridades la libertad de prensa, negada a la población general por el control que la Monarquía mantenía de la impresión y libre circulación de las ideas. A partir de entonces, 1810, pequeñas prensas, que podían ser transportadas de un lugar a otro, acompañaron los movimientos insurgentes para generar impresos –pasquines, hojas sueltas, panfletos–, que circularon en los espacios de la guerra. Periódicos abiertamente revolucionarios como El Despertador Americano tuvieron un papel importante en la divulgación de la causa insurgente, motivando la expresión y debate de ideas que desencadenaron la opinión pública.

Pero, ¿Quién tenía acceso a esa información? ¿Quién leía? ¿Dónde se discutían esas ideas? ¿Dónde se entregaban estos impresos? ¿Dónde circulaban? ¿Qué impacto tenían? ¿Era lo único que se leía? ¿Cómo y qué se leyó en México a lo largo de todo el siglo XIX?

La lectura es esa actividad humana que interpreta lo escrito. A través de ella se otorga sentido a la información almacenada, acumulada, impresa y/o escrita. Escribió el filósofo francés Michael De Certeau que “el texto no cobra significado más que a través de sus lectores”, de ahí la importancia de su función: ¿de qué sirven millones de libros y contenidos diarios si no hay quién los lea?

Ese ejercicio de dar sentido a lo escrito, independientemente de la forma y el soporte donde se conserva y de la de la relación entre el texto y el lector, es además un proceso histórico que se vive y experimenta de distintas maneras por sus contextos temporales y geográficos. Pensar, por ejemplo, la lectura desde el punto de vista de la enseñanza formal y como un acto individual y de recreo sólo nos muestra una perspectiva que, si generalizamos a todo entorno y época, no nos permite comprender cómo fue el apremiante deseo y necesidad de una nueva sociedad que deseaba consumir información como fue en el siglo XIX.

En el siglo XIX se recreó todo un sistema en torno al conocimiento, las letras, la literatura y los nuevos lectores, en el que múltiples actores jugaron un papel fundamental: los impresores, formando textos y prensando en sus prensas de madera o metálicas, manuales y mecánicas de vapor; los editores, definiendo qué autores publicar, qué línea ideológica seguir, cómo y dónde vender o a quiénes, en qué formatos; los autores sobre qué escribir, que les inspiraba, a quiénes dirigían sus textos; los libreros estableciendo espacios y puntos de venta a través de “cajones” de libros, cómo conseguir periódicos y libros de circulación nacional en las diversas ciudades del país, cómo generar ganancias, qué libros importar, con qué editores, impresores y autores trabajar; los lectores, qué leer, cómo, dónde, cuánto se puede pagar, qué se puede leer.

Se ampliaron las posibilidades de la lectura porque se abrió el mercado, se establecieron políticas y leyes –pese a que la libertad de imprenta y la libre circulación de las ideas nunca dejaron de ser objeto de censura–, se importaron novelas europeas, manuales estadounidenses y se impulsó la creación de la literatura propia desde la primera mitad del siglo XIX y, también, de la ciencia que tomó un impulso significativo a finales de siglo. Pero,

¿Dónde se aprendió a leer?

La alfabetización en México, si bien fue un objetivo de los gobiernos decimonónicos, fue un proceso largo y complejo por múltiples factores. Por un lado, la inestabilidad política vinculada a la económica que no permitía un proceso continúo de proyectos educativos, por otro, porque el acceso a esa educación en las ciudades y el campo era desigual e irregular, además de la imposibilidad de toda la población de acceder a esa educación. 

Si bien desde la Constitución de Apatzingán (1814) se hablaba de la importancia de “la instrucción, como necesaria a todos los individuos” y en la cual debía participar “la sociedad con todo su poder”, llevar a buen fin esa idea de manera práctica resultó en múltiples intentos, unos exitosos y otros fallidos. Sin embargo, pese a las dificultades, en la vida del siglo XIX mexicano la instrucción, la enseñanza de primeras letras y la lectura para la población, en general, no se desprendió más de la discusión pública y política.

La prioridad fueron los niños que eran el objetivo de la alfabetización del Estado, a partir de los cuales se generó todo un sistema de enseñanza básica con escuelas, profesores, métodos de enseñanza-aprendizaje, libros y publicaciones periódicas. Estaban, además, las escuelas privadas que eran por lo general católicas y, hacia la tercera parte del siglo, se instalaron escuelas protestantes.

Más allá de las escuelas, había otras formas de aprender a leer y escribir. Cuando se habla de porcentajes de alfabetización en el siglo XIX, las cifras están por debajo del 20% de la población, pero es una medición basada en cifras oficiales que muy posiblemente no contemplaba las múltiples formas de lectura que se desarrollaron a lo largo de todo el siglo.

No podemos descartar que existía desde siglos anteriores alfabetización al interior de los hogares, donde madres o institutrices enseñaban a sus hijos e hijas la lectura, la escritura y las matemáticas para las cuentas, porque era un conocimiento necesario para el funcionamiento de los negocios o talleres familiares, pero también para poder comunicarse a través de la correspondencia. A esta forma de aprendizaje se sumaron las posibilidades de lectura activa del siglo XIX, en el que el lector participaba de la opinión pública a través de periódicos a dónde podían mandar sus quejas, opiniones, sugerencias y agradecimientos. Es ahí donde constatamos la interacción de los lectores con los editores de periódicos. 

Un matrimonio lector del periódico El Xinantecatl de Toluca, en 1897, escribía a la redacción: “Con sorpresa hemos visto el número 13 del periódico titulado La Juventud […] un párrafo titulado “Un Lic. que apalea” y como quiera que los hechos á que se refiere son falsos y calumniosos nos vemos en el caso de dar al autor de dicho párrafo, por medio del presente, el más solemne mentis”. 

Las mujeres, por su parte, aprendieron la lectura en casa hasta antes del Porfiriato. En este siglo, su papel fue fundamental en la enseñanza tanto privada como pública, no es de extrañar que las mujeres también fueran las maestras en las nuevas escuelas y una importantísima fuerza laboral porque desde los hogares habían sido formadas para instruir, por lo que transitaron del espacio privado al público. Se asumió, desde las luchas entre liberales y conservadores, que ellas debían asumir el papel de formadoras de los futuros ciudadanos del país. Es en el Porfiriato cuando se abrieron escuelas para formar a las nuevas maestras mexicanas, pero las primeras maestras en esas Escuelas Normales fueron aquellas mujeres letradas que antes enseñaban en casa.

Martyn Lyons, historiador de la lectura, sugiere que las mujeres trabajadoras de fábricas o talleres en Europa aprendieron en sus espacios de trabajo, dónde leían en comunidad y se compartían entre ellas las novelas porque les era imposible comprar un libro. Sin embargo, este es un tema poco estudiado en México. Lo que sabemos hasta ahora es lo que se ha investigado sobre las mujeres letradas, o sea, a cerca de las mujeres que gozaban de cierta posición social que les permitía el conocimiento de las letras, tener tiempo libre o de ocio y acceso a cierto tipo de libros.

Por su parte, los artesanos, considerados una población objetivo para los proyectos liberales ilustrados, eran la fuerza laboriosa que debía formarse para mejorar su condición y, a la vez, mejorar la situación del trabajo para la república. Es así que se establecieron escuelas nocturnas para artesanos, en las que aprendían primeras letras, además de dibujo técnico aplicado a su trabajo. Pero no sólo eso, también se crearon espacios organizados, sociedades de apoyo mutuo y cajas de ahorro, desde las cuales se fundaron bibliotecas, periódicos y revistas con contenidos técnicos, políticos y moralizantes. El aprendizaje de los artesanos estuvo en las escuelas nocturnas, pero también en los talleres y en sus espacios de organización a través de la lectura en voz alta, dónde la politización era una actividad crucial.

Toda este aprendizaje de los lectores requirió de los medios necesarios para poder cumplir con las nuevas necesidades, es por ello que surgieron novedosas 

Formas de lo impreso

En México se buscó formar lo que llamamos una República de Lectores y se sumó a las prácticas lectoras importadas de Europa, que vivía una etapa dorada de la publicación impresa de novelas, periódicos y revistas. 

Cuando hablo de “sumar” me refiero a que se vivió una etapa de “imitación” de las formas de escritura y de impresión. El siglo XIX vio nacer los llamado best seller en medio de las revoluciones románticas, donde autores como Eugenio Sue y Alejandro Dumas vendían sus novelas a través de la prensa en la llamada literatura de folletín. Este sistema de novela por entrega en el periódico generó una masificación de la lectura, pues el periódico era muchísimo más económico que un libro, más accesible a un público más amplio. 

Y es que no se puede pensar la lectura en el siglo XIX sin el periódico, pues fue el medio de masificación de la información. Pese a que el primer periódico surgió en México en 1722 (la Gazeta de México), no fue hasta el siglo XIX que se consolidó como el medio de comunicación más efectivo hasta la llegada de la radio. En ellos se vertían opiniones, disputas, información de acontecimientos, notas periodísticas de las diferentes ciudades del país y del mundo, anuncios y literatura.

La literatura de folletín –que consiste en integrar en la parte inferior del periódico un capítulo o fragmento de una novela para ser recortada y doblada con el propósito de que pueda ser leída de manera independiente y compartida– fue muy difundida en México a través de periódicos como El Monitor Republicano y El Siglo XIX. De esta forma se leyó El Conde de Montecristo de Dumas o Los misterios de París de Eugenio Sue.

Lo extraordinario del sistema de folletín es, también, que generaba el deseo y la espera del siguiente capítulo o continuación de la historia y la posibilidad de tener a la mano y de manera económica una historia que habla de los otros, los desdichados. Las formas en que este tipo de formato se leyó y apropió en México apenas empieza a ser estudiado, pero se sabe que novelas de ambos autores y otros se imprimieron no sólo en la ciudad de México, sino en otras muchas ciudades del país, lo que nos habla de su popularidad.

Tertulia de pulquería, Agustín Arrieta, 1851. Colección: Andrés Blaisten. Imagen tomada de aquí: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/

Estas formas “imitadas” pronto fueron apropiadas y la literatura mexicana, que buscaba su propia voz, también se publicó a través de literatura por entregas. Por ejemplo la novela El fistol del diablo, de Manuel Payno se publicó por entregas en la revista (no periódico) Revista Científica y Literaria de México.

El diario no fue el único tipo de publicación periódica que se utilizó ampliamente en México, pues revistas de literatura dirigidas a niños, mujeres, artesanos o científicas y legales fueron otro medio de comunicación ideado para públicos específicos. En ellas se empezó a visualizar, y se consolidó a lo largo del siglo, la autoría de mexicanos en las distintas ciudades del país. La búsqueda por una voz propia incentivó las revistas literarias como El Renacimiento, fundada por Ignacio Manuel Altamirano y donde publicaron Manuel Payno, Ignacio Ramírez y otros autores de renombre. Este ejemplo se reprodujo en otras regiones del país, generando un importante cúmulo de publicaciones.

Las revistas para niños fueron menos exitosas que las literarias, pero suman al interés nacional por formar lectores y generar productos para públicos específicos, como El diario de los niños de 1839. En este tipo de publicaciones se privilegiaba la imagen, el uso de grabados o litografías atractivas para los infantes, en las que se enseñaba, por ejemplo, un poco de zoología y lecturas moralizantes.

El caso de las revistas para mujeres vivió un cambio significativo a lo largo del siglo. En las primeras décadas de vida independiente, la figura femenina existe en las publicaciones mexicanas con el propósito instruirles en sus deberes morales como formadoras en el hogar, es así que podemos encontrar lecturas moralizantes para ellas y, poco a poco, asuntos internos del hogar y recetas de cocina. Pero, conforme avanza el siglo llega el momento que la mujer asume un papel activo y crea sus propias revistas o periódicos, donde ellas hablan para sí. Es el caso de Rita Cetina y la revista La Siempreviva de 1870, homónima de su escuela en Yucatán y que promovía la participación activa de la mujer en la vida pública, cultural, educativa y social. Lo mismo podemos decir de Las hijas de Anáhuac, creada por mujeres y para mujeres en la ciudad de México entre 1873 y 1874.

Fueron también muy populares los calendarios para señoritas, un formato creado para las mujeres de mitad del siglo en la ciudad de México. Incluían fragmentos literarios, educación musical, botánica, religión, oraciones, pintura y mucho más, y eran acompañados por bellísimas imágenes coloridas hechas en litografía o en su defecto impresas por la técnica del grabado. 

Por su parte, también fueron creados semanarios y revistas para artesanos, que tenían la función de enseñar técnicas para su labor y que funcionaban como un manual, pero también como un impulsor moralizante del trabajo. El más famoso fue el Semanario artístico para la educación y progreso de los artesanos, órgano de difusión de la Secretaría de Fomento entre 1844 y 1846. Este periódico fue inspiración para otros semanarios o manuales para artesanos de la república como El Artesano de Aguascalientes, publicado en 1856.

La gran difusión que tuvo la imprenta por todo el territorio nacional generó cantidades importantes de impresos, periódicos en su mayoría, porque existía un deseo real de emitir opiniones políticas, pero también generar contenidos propios para los intereses de las regiones. Además de ello existió un medio generalizado como fueron las hojas sueltas y la literatura de cordel, que eran hojas con información de consumo rápido y económico. En este otro tipo de impreso se contaban historias populares y se acompañaron de imágenes fantásticas y muy llamativas, un buen ejemplo de estas hojas sueltas son las que circularon en la ciudad de México con gráficas de José Guadalupe Posada y eran impresas y comerciadas por la imprenta de Vanegas Arrollo. 

Galería del Teatro Infantil. Los Gendarmes, José Guadalupe Posada (grabador) y Antonio Vanegas Arrollo (editor), entre 1880 y 1918. Colección: Carlos Monsiváis, Museo del Estanquillo. Imagen tomada de aquí: http://museodelestanquillo.com/Miniatura/obra/galeria-del-teatro-infantil-los-gendarmes/

Este tipo de formato impreso nos demuestra que la lectura era practicada por toda la población. El éxito de la hoja volante, como lo fue también el formato de folleto, radica en que es un impreso pequeño, de lectura rápida, que podía contener temas sociales, políticos, legales, culturales y hasta disputas privadas y comerciales.

Dice la historiadora Anne Staples que el folleto fue el impreso más popular y común en el México del siglo XIX por su costo y facilidad de circulación. A diferencia de un libro, un folleto puede contener pocas hojas y mucha información, no necesitaba de encuadernación de pasta dura, ni de costuras elaboradas. Eso permitía que un personaje que deseara hacer público algún asunto pudiera pagarlo directamente a una imprenta y hacer circular sus ideas para ser leídas por las personas interesadas. Había un deseo de hacer públicos diversos intereses para ser leídos por una sociedad que se sumó con entusiasmo a la opinión pública.

El libro, por su parte, aunque ampliamente difundido, por sus costos fue menos popular. Sin embargo hubo un mercado importante: ya fuera para los hombres de ciencia, maestros, abogados, médicos o manuales para los artesanos. La importación de muchos de ellos sucedió a través de las librerías, como la librería francesa Bouret que fue una gran empresa de distribución de libros en toda América Latina. En este tipo de empresas también traducía los libros que circulaban en Europa y eran distribuidos por el continente de habla hispana.

Los libros científicos y escolares llenaron las nuevas bibliotecas públicas y de instituciones de enseñanza. Si hurgamos cualquier biblioteca que haya preservado sus catálogos decimonónicos podremos encontrar lecturas científicas y de enseñanza para la formación de los nuevos estudiantes. En este sentido, fuero muy importantes, hacia la segunda mitad del siglo XIX, los libros de texto para la instrucción y los manuales morales para las familias mexicanas.

Un tipo de lectura que nunca perdió vigencia fue la religiosa. Oraciones, novenarios, hagiografías, catecismo, etc., fueron lecturas populares en los hogares católicos mexicanos que se enfrentaron a la llegada de las misiones protestantes hacia la tercera parte del siglo XIX. Es a partir de ese momento que las lecturas religiosas, fueran católicas o protestantes, se incrementaron considerablemente y experimentaron, particularmente a través de sus imprentas, un incremento en la edición de periódicos y libros. Proyectos interesantísimos de literatura moderna y católica vieron la luz a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, por ejemplo La Bohemia, revista literaria editada por el católico Eduardo J. Correa y en la que se impulsó las primeras letras de los jóvenes Ramón López Velarde y Enrique Fernández Ledesma.

Para finales del siglo XIX e inicios del XX podemos pensar que la lectura en México era una actividad mucho más generalizada, más allá de las deprimentes estadísticas del Estado mexicano de apenas un casi 18% de alfabetismo. Lo podemos ver en las múltiples formas del impreso que permitieron la popularización de la lectura –el incremento de la caricatura política en los periódicos y las hojas sueltas, por ejemplo–, el sistema educativo consolidado en muchas de las capitales de los estados de la república, una oferta importante de prensa nacional y regional, la apropiación paulatina del espacio público y laboral de las mujeres, la politización de la sociedad, la consolidación de la publicidad, la labor del editor y las editoriales, el incremento de las bibliotecas y de los espacios públicos para la lectura, las tertulias, las organizaciones obreras, el surgimiento de los recetarios de cocina, la impresión de textos de música y sus escuelas, los libros de texto, el incremento de libros académicos y científicos de autores mexicanos y la fortaleza de la literatura mexicana, por sólo mencionar algunos elementos visibles de la activa dinámica de apropiación y recepción de textos.

La Revolución mexicana trajo algunos cambios en las formas de lectura, pero tienen de telón de fondo las dinámicas y experiencias del impreso y la lectura de un complejo, enriquecedor y dinámico siglo XIX.

Historia de la lectura en México, México, El Colegio de México, 1997. Disponible aquí: https://repositorio.colmex.mx/.

Suárez de la Torre, Laura (coordinadora), Estantes para los impresos. Espacios para los lectores. Siglos XVIII-XIX, México, Instituto Mora, 2017.

Una respuesta a “Las formas de lo impreso y la lectura en el siglo XIX”

  1. Avatar de Luciano Ramírez Hurtado
    Luciano Ramírez Hurtado

    Excelente texto, mil felicidades a la autora.

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