Por Mariana Rodríguez Gutiérrez

“Y los libros se multiplicaron como los gusanos en un cadáver”. La guerra de los pobres, Eric Vuillard.

¿Para qué hacer historia del libro?

Con la aparición de la imprenta en el siglo XV, el mundo comenzó una transformación cultural a través de las letras, las palabras y los libros. El escritor francés Eric Vuillard, nos ilustra muy bien la materialización de los discursos en impresos con las siguientes palabras:

[…] los recovecos de cada pensamiento, y cada letra, cada pedazo de idea, cada signo de puntuación, había quedado apresado en un trocito de metal. Estos trocitos los habían repartido en un cajón de madera. Las manos habían elegido uno, luego otro, y habían compuesto palabras, líneas, páginas. Los habían mojado con tinta y una fuerza prodigiosa había presionado lentamente las letras sobre el papel. Repitieron la operación decenas y decenas de veces, antes de doblar las hojas en cuatro, en ocho, en dieciséis. Las fueron colocando las unas a continuación de las otras, las pegaron entre sí, las cosieron, las envolvieron en cuero. De ese modo se formó un libro.

Con esta descripción de cómo se produce el libro, el autor nos sumerge paso a paso en esa conversión simbólica y material de las palabras contenidas en un solo objeto. Esa “fuerza prodigiosa” utilizada para aprisionar letra tras letra en el papel, provocaría en los lectores la generación de nuevas interrogantes y formas de explicar la realidad. Es así como el pensamiento deviene en discurso y luego en libro, un objeto cultural que actúa como fermento para las grandes innovaciones del mundo moderno.

El conocimiento racional y pragmático que irrumpió en Europa a lo largo del siglo XVIII y que significó una renovación de la comprensión del mundo cruzó los mares para dejar su impronta en todo el orbe. Al considerar a la razón y a la Ilustración como el contexto intelectual en el que se desarrollaron los conflictos imperiales y las revoluciones de independencia de América, cabe preguntarse en qué medida este entorno de novedades en el conocimiento permeó la forma de pensar y actuar de los individuos que vivieron en esa época, así como los movimientos políticos y sociales que la caracterizaron. 

La difusión de este pensamiento, a través del impreso, principal medio de comunicación, asentó las bases ideológicas que marcarían el rumbo de los acontecimientos. Las luchas independentistas ocurridas en las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX suelen explicarse como fenómenos propiciados por la fuerte influencia de la Ilustración, situando a las ideas liberales provenientes de Europa, particularmente las de Francia, como las principales causantes de la transformación social y política del mundo occidental. 

En este entendido, el estudio del libro y su circulación ofrece un campo fértil para el análisis de la cultura de fin de siglo, por lo que vale la pena preguntarse: ¿Es posible establecer una relación entre la cultura impresa y los cambios socioculturales en la Nueva España en el siglo XVIII? ¿El impreso fue un medio que favoreció el surgimiento de una nueva nación? ¿Es posible hablar de lecturas revolucionarias? ¿Se puede afirmar que el libro fue un medio que favoreció la caída del Antiguo Régimen?

El saber qué se leía, quiénes leían y cómo se leía en la sociedad novohispana permitirá profundizar y responder estas cuestiones. La historia del libro y de la lectura, desde la propuesta metodológica francesa de autores como Lucien Febvre y Henry Jean Martin con su obra La aparición del libro (1958), abordó su estudio bajo la óptica de una doble vertiente, esto es, analizándolo como una objeto o mercancía que está sujeto a las condiciones materiales de su producción, difusión y circulación; y como un bien cultural que encuentra sentido al ubicarse dentro de un contexto intelectual específico y que, a su vez, dota de significado las representaciones mentales de quienes lo escriben y lo leen. Para complementar esta perspectiva, me parece indispensable referir otra propuesta elaborada por el historiador anglosajón Robert Darnton, quien sugiere un original modelo o “circuito de comunicación” del libro, el cual incluye los diversos actores y etapas de la transmisión del impreso. Los historiadores o todos aquellos que se propongan este tipo de estudios serán quienes decidan qué parte de ese proceso estudiar, pero, teniendo presente y vinculándolo constantemente con la totalidad del circuito.

Circuito de comunicación según el historiador Robert Darnton.

Queda claro que el campo de estudio es vasto y las posibilidades de análisis son múltiples, puesto que se puede estudiar la producción, el comercio, la distribución, la posesión y la recepción de los impresos. En los últimos años, desde la historia cultural –de la cual se desprende la historia del libro– diversos procesos históricos, previamente examinados bajo enfoques tradicionales, han encontrado nuevos paradigmas para una explicación más compleja y multifactorial. Así, desde esta perspectiva histórica, es posible plantear nuevas interrogantes para estudiar los procesos revolucionarios que pusieron fin a la edad moderna.

Vuelta a la página. El libro como agente de cambio en la Nueva España de fin de siglo

En México, la historia del libro ha logrado destacadas conclusiones sobre el papel histórico que tuvo este objeto durante la época de emancipación que puso fin al Antiguo Régimen. Es indudable que durante la segunda mitad del siglo XVIII y primeras décadas del XIX, los habitantes de la Nueva España pretendieron estar al tanto de las nuevas propuestas del conocimiento moderno, en coexistencia con aquellas ideas tradicionales que prevalecían. Los novohispanos buscaron libros que en sus páginas consignaran contenidos diversos y mundanos. Aun cuando esto no indica que la colectividad abandonara sus creencias religiosas, es indudable que la vía espiritual dejó de ser la única para explicar la realidad inmediata del lector. 

En general, en el mundo occidental, durante este periodo, hubo un cambio en el comportamiento de los lectores, quienes de leer un número menor de títulos repetitivamente, esto es “intensivamente”, pasaron a hacer lecturas de múltiples obras referentes a distintos temas, esto es, “extensivamente”. 

A la par, la creciente producción editorial europea de la época satisfizo las demandas y exigencias de dichos lectores por las nuevas corrientes de pensamiento. El libro proveniente del Viejo Continente tuvo una mayor presencia en las bibliotecas que las impresiones americanas. Los principales factores de este fenómeno fueron el monopolio comercial de la metrópoli con sus colonias y el aumento de la producción de sus prensas, las cuales tuvieron un importante mercado en las tierras de este lado del Atlántico. Las imprentas locales tendieron a la publicación de materiales religiosos y académicos, para cubrir la necesidad de las instituciones eclesiásticas y educativas de la Nueva España, pero la demanda de los lectores se inclinaba cada vez más por contenidos seculares.

La secularización de la lectura, esto es, la tendencia de los lectores por utilizar el conocimiento racional y empírico para explicar el mundo social y material, en lugar del pensamiento religioso, es un fenómeno que tomó fuerza a lo largo del siglo XVIII y que se hizo evidente en la segunda mitad de esta centuria. El comercio global tuvo un importante desarrollo en esa época y, con ello, se acrecentó la circulación del libro, al tratarse de una mercancía más. Entonces no era extraño ver ediciones españolas, francesas, holandesas, italianas y británicas en distintas regiones del mundo. Los habitantes hispanoamericanos estuvieron inmersos en un ambiente donde circulaban las ideas con la impronta de la razón y el pragmatismo, algunas de sus postulados pueden apreciarse en las reformas gubernamentales al interior del imperio español (las reformas borbónicas) y sus colonias, así como con la ulterior revolución de independencia de la Nueva España. 

En otro orden, las lenguas vernáculas le habían ganado terreno al latín, la lengua culta que hasta el siglo XVII había mantenido su preeminencia en el ámbito libresco. Los libros de historia, literatura, geografía, ciencias, artes, técnicas, diccionarios, además de los jurídicos y los de contenido religioso (estos dos habían sido las materias más comunes desde la aparición de la imprenta) eran leídos por los lectores novohispanos dieciochescos mayormente en español y francés. Es importante destacar el papel que jugó la traducción de todo ese conocimiento moderno producido en distintos lugares y lenguas para poder ser leído más allá de los límites geográficos e idiomáticos.

Así como se superaron estas circunstancias, el libro encontró nuevas formas para su pronta y amplia circulación. El tamaño fue otro factor que contribuyó a su circulación global y a hacer más asequible su posesión. Si en décadas anteriores el gran formato caracterizaba su materialidad, el libro del mundo moderno, por sus dimensiones, era portátil y práctico. No obstante, esto no significa que cualquier persona pudiera tenerlo sin importar su estrato social, pues, por su precio, seguía siendo un objeto privativo para distintos sectores de la población. 

El “doblar las hojas en cuatro, en ocho, en dieciséis” determinaba el tamaño de los libros, y eran estos últimos, los más pequeños (entre los 25 y los 8 cms.), los que prevalecieron en el comercio del libro durante esta época, por su manejo, transporte y posibilidad de venta. Esto también determinó otra práctica cultural: la lectura en privado y en silencio, que hasta ese entonces no era tan común como la podemos imaginar ahora. De esta forma surge un lector “moderno, laicizado e individual”. No obstante, esto no significa que la lectura en voz alta y grupal dejara de ser una práctica habitual para una sociedad donde la alfabetización no era general.

Leyendo la biblia, Jean-Baptiste Greuze, 1755. Colección: Museo de Louvre. Imagen tomada de: https://en.m.wikipedia.org/wiki/File:Jean-Baptiste_Greuze_-_Reading_the_bible.jpg

Por otra parte, gracias a estudios recientes de la historia del libro, se puede concluir que surgieron nuevas comunidades de lectores: ya no eran solamente los eclesiásticos y los académicos quienes participaban del uso de los libros, también los militares, los empleados del gobierno monárquico y colonial, los comerciantes, los artesanos, entre otros. Tampoco puede reducirse la presencia de los libros únicamente a los centros urbanos, sino también su existencia en algunas zonas rurales, aunque sean minoritarias. Otro resultado destacado de estos estudios es que no sólo los hombres leían, sino también las mujeres y los niños, estos últimos, crecerían en número conforme avanzara el siglo XIX.

En este contexto de transformación de las prácticas de la lectura, sin duda, el libro fue un agente de cambio, en especial las obras que trataban materias concernientes al mundo material y social. Asimismo, la literatura y las publicaciones periódicas fueron impresos que impulsaron el ejercicio de la opinión y la imaginación. En palabras de Benedict Anderson, la novela y el periódico “proveyeron los medios técnicos necesarios para la representación de una comunidad imaginada” que posteriormente sería “la nación”. Con el auge de la literatura, el discurso adoptó diferentes formas y se recreó una nueva relación entre el autor y el receptor. Este último se asumió como un  individuo que pudo ejercer su subjetividad, lo que dio paso a una opinión propia, individual, emitida en un espacio público. 

Fue en este espacio donde los lectores pudieron pronunciar su opinión y forjar un criterio que escapó al control estricto de la Iglesia y de las autoridades civiles. La emancipación de la razón y la voluntad de expresar la propia voz propició un terreno fértil para la acción política y social. En palabras del mencionado Vuillard: 

La literatura conspira sin cesar para agrandar la libertad y la igualdad entre los seres humanos, y confluye hacia el lugar esencial de la conflictividad en un momento en el que hay una gran debilidad emancipadora. 

Ya no basta con identificar o relacionar los movimientos sociopolíticos de este periodo, exclusivamente, con las obras filosóficas que tradicionalmente se asumen como abanderadas del cambio del pensamiento ilustrado dieciochesco. Los textos literarios, los históricos, los científicos, los políticos, económicos, así como los enciclopédicos, acompañaron la necesidad de los lectores por leer contenidos variados que atendieran todas sus inquietudes por el mundo que los rodeaba. 

Es evidente que el libro ya no sólo cubría las necesidades devocionales o académicas de sus lectores, sino también las de ocio y uso práctico en la vida diaria. Si hay algo que caracteriza al impreso y a la lectura del siglo XVIII es su utilidad, se leían libros que proporcionaran conocimiento útil y racional, es por eso que la secularización de su contenido resulta crucial. Los libros de conocimientos científicos y técnicos acompañaron en el día a día a sus dueños. Textos de agricultura, remedios médicos, botánica, veterinaria, navegación, almanaques, de distintas artes y oficios, encontrarán un lugar entre los estantes de las bibliotecas novohispanas. Estos contenidos que apuntaban a conocer y aprovechar los recursos naturales e intelectuales disponibles para el ser humano circularon a gran escala en la sociedad occidental de ese tiempo. Los hombres y las mujeres, a través del uso de la razón, podían mejorar su realidad inmediata en todos los aspectos. El libro se convirtió en un objeto utilitario en constante demanda, la adquisición o lectura de los libros usados o de segunda mano (ya sea a través de la compra, renta o herencia) es otra fase de su circulación, la cual seguiría formando nuevos lectores. 

Cabe advertir que los conocimientos pragmáticos y la Ilustración no deben identificarse de manera unilateral con la radicalización política o religiosa. El absolutismo ilustrado, propio del régimen monárquico, adoptó esta corriente intelectual para dar pie a diversas reformas políticas y económicas dentro del imperio. Prueba de ello es el denominado reformismo borbónico que no tenía como fin minar el poder absoluto de la Corona de los Borbones, ni suprimir los privilegios de corporaciones tales como la Iglesia o el Ejército. No obstante, este pensamiento racional dio pie a varios movimientos, a lo largo de toda Hispanoamérica, que sí buscaron el fin de estas condiciones existentes en el sistema colonial, y que encontrarían sentido con las ideas liberales que se difundieron a través de los libros. 

Los libros y las revoluciones

Si bien, desde los estudios históricos aún se debate si realmente hubo una revolución de la lectura y si ésta propició las revoluciones políticas del periodo mencionado, es indudable que puede hablarse de una revolución en las prácticas culturales que implican el uso del libro. Hubo un aumento sin precedentes en su producción, en su circulación y en su posesión. De igual forma, las materias desarrolladas en sus páginas se diversificaron, así como sus lectores se multiplicaron. Por lo que sí puede hablarse de un cambio profundo en el mundo del libro y considerarlo como un fermento que acompañó las paulatinas y, en algunos casos, violentas transformaciones políticas, sociales y económicas del siglo, como ha apuntado la historiadora Cristina Gómez Álvarez en sus investigaciones.

Retrato de John Farr leyendo las Odas de Horacio, François-Xavier Vispré, 1750. Colección: Museo Ashmolean, Universidad de Oxford. Imagen tomada de: https://www.ashmolean.org/collections-online#/search/simple-search/vispre/%257B%257D/1/16/_score/desc/catalogue

La cultura escrita de la época, caracterizada por esta evolución de la lectura y el uso de la razón, cuestionó el mundo tal y como se conocía. De nuevo cito a Vuillard: “El libro fomenta así la alfabetización de masas y el nacimiento del individuo moderno”. Por este motivo, es relevante estudiar su circulación en el marco de la Ilustración, las revoluciones atlánticas y el surgimiento de las naciones independientes. 

Para los historiadores del libro aún quedan temas por desarrollar, tal es el caso de la recepción y apropiación de lo leído por los lectores del pasado. Sin embargo, esta línea de investigación es un campo que permitirá interpretar y explicar, desde la historia cultural, la época de las revoluciones. 

Actualmente, nos encontramos ante otro momento en donde la práctica de la lectura ha cambiado, los dispositivos electrónicos han generado el debate sobre el fin del libro impreso como lo conocemos. Si algo resulta evidente con la historia del libro, es que éste cambia su materialidad a través del tiempo y no por ello deja de ser un elemento indispensable para el desarrollo intelectual y cultural. Los libros cambiarán su forma, pero sus contenidos y el uso que se hace de ellos siguen siendo factores indispensables para entender no sólo el devenir histórico sino también el presente del ser humano. 

Anderson, Benedict, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 2021. 

Darnton, Robert, “¿Qué es la historia del libro?”, en El beso de Lamourette. Reflexiones sobre historia cultural, México, Fondo de Cultura Económica, 2010.

Gómez Álvarez, Cristina, La circulación de las ideas. Bibliotecas particulares en una época revolucionaria, Nueva España, 1750-1819, UNAM, Trama Editorial, 2018.

Vuillard, Éric,  “La guerra de los pobres no ha terminado”, La Marea, sección Cultura, 18 de febrero de 2021. Disponible en: https://www.lamarea.com/2021/02/18/eric-vuillard-la-guerra-de-los-pobres-no-ha-terminado/.

Wittman, Reinhard, “¿Hubo una revolución en la lectura a finales del siglo XVIII?”, en Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (directores), Historia de la lectura en el mundo occidental, México, Prisa Ediciones, 2011, p. 353-385.

Deja un comentario

Tendencias