Diario de una huelga de hambre

Lunes 28 de agosto de 1978

La sed con calor es más y el sol cala muy fuerte sobre el atrio de Catedral. La Catedral se asienta y hierve. Con razón, el rojo de su tezontle se ha oscurecido. Las botellas de tehuacán, en un rincón, refulgen como diamantes. Nadie las ha abierto aún. Sólo algunas mujeres, al persignarse en la pila de agua bendita, se pasan tantita por la boca, mojan sus labios resecos. Altanera, la Catedral mira la vida pública a través de las rendijas en sus espesos muros. No ve mucho, la pobre, porque los mexicanos no suelen vivir la calle. Sin embargo, ahora, ochenta mujeres han venido a vivirla a ella. Pegadas a sus muros, buscan protegerse de los rayos que restallan sobre su espalda, lijando su superficie. De vez en cuando penetran en su interior y hurgan en sus bolsas del mandado junto a los confesionarios. Sus pisadas son más nerviosas que las de los fieles pazguatos o los turistas de boca abierta que frente a los monumentos arrastran los pies. Como que saben a dónde van. En 1968, los estudiantes subieron por su torre de empinados escalones y echaron a volar las campanas; ella oyó sus pisadas de tenis, sueltas y febriles, las sintió como cosquillas y, curiosamente, no le dieron opilaciones; al contrario, su repique era una viva gloria en el pecho. De tal manera, los estudiantes quisieron regresar a ella. Si en julio de 1968 se propusieron “ganar la calle”, en los meses que siguieron, su objetivo fue “tomar el Zócalo”, manifestarse en la Plaza. Poseer esa Plaza era gritar desde el centro mismo del país, desde el ombligo de la luna, la entraña de Tenochtitlán, el infinito lecho de Cortés y la Malinche, la región más transparente del aire, allí donde la luz aletea. Tomar la plaza era un acto trascendente y mágico, tocar sus campanas, liberar una bandada de palomas hacia los cuatro puntos cardinales, hacia los confines de la tierra; por eso, todas las marchas terminaban inevitablemente en el Zócalo. Una tarde de agosto, después de la jubilosa manifestación de más de cuatrocientas mil personas el 27, los muchachos decidieron permanecer, quedarse de pura tanteada toda esa noche y el tiempo que fuera necesario, para instar al gobierno a iniciar el diálogo; encendieron fogatas en la explanada, se sentaron en torno a su calor. No transcurrió mucho antes de que se abrieran las puertas de Palacio y varias columnas de soldados salieran corriendo con bayoneta calada. En la calle, catorce tanques esperaban para desalojar a tres mil estudiantes. Fue el principio del fin.

Diez años después, la Catedral ha sido tomada. La han poseído las mujeres. “¡Qué bárbaras!”–me dice Neus Espresate–, “¡mira que escoger Catedral para hacer allí su huelga de hambre!” Sonríe admirativa. “Mira que se necesita,… El problema es: ¿las dejaran?”

Rosario Ibarra de Piedra en la protesta realizada frente a Catedral. Fotografía: Archivo Proceso. Imagen tomada de: https://www.proceso.com.mx/nacional/2022/4/16/fotografias-registraron-la-lucha-de-rosario-ibarra-de-piedra-284400.html.

Como sombras, algunas mujeres atraviesan el atrio; otras se meten y horadan la penumbra, las veo afanarse en torno a sus bolsas de plástico, sus suéteres y sus chales hechos bola; una viejita de plano se ha metido dentro de un confesionario y duerme. Por su rostro inquieto se entrecruzan las rápidas pesadillas del cansancio. Sentadas en el suelo, las piernas estiradas, dos señoras apoyan su cabeza contra el muro. Afuera, los muros les sirven para recargar y exhibir los grandes retratos de sus hijos impresos en un cartel blanco y negro: Jesús Piedra Ibarra, Rafael Ramírez Duarte, Javier Gaytán Saldívar, Jacob Nájera Hernández, Jacobo Gámiz García, José Sayeg Nevares, José de Jesús Corral García, Francisco Gómez Magdaleno y tantos muchachos más que nos miran desde su foto tamaño miñón ahora amplificada, sus rasgos agrandados a la fuerza, sus cejas más negras, más grave aún la expresión de sus ojos serios, ojos de credencial, ojos de “éste soy yo, mírenme bien, soy yo, y soy responsable de mí mismo, de este espacio ovalado que ocupo”. Diez años después del Movimiento Estudiantil, los mexicanos jóvenes siguen desapareciendo. Sus madres, sentadas en las bancas de madera, son vírgenes de dolores, pietàs, agrias figuras maternas, figuras que sólo esculpen el rencor, la fatiga y el aire catedralicio que en su entorno, por quién sabe qué fenómeno físico, parece aislarlas en un espacio blanco. ¿Por qué blanco si todas las madres de los presos, desaparecidos y exiliados políticos están vestidas de luto? Bueno, no todas, las que pueden, las que tienen alguna ropa oscura, porque se trata de mujeres muy pobres. Anoche bajaron del autobús que las trajo, cada una por su lado, de Sinaloa, de Sonora, de Guerrero, de Monterrey, de Jalisco; son ochenta y tres mujeres y cuatro oaxaqueños en una huelga de hambre que empezó con el día: lunes 28 de agosto de 1978. Ahora pasan de mano en mano una botellita de tehuacán: “¿Gusta?” me pregunta Celia Piedra de Nájera con esa gentileza que en algunas ocasiones parece una despiadada ironía:

–No gracias, ¿cómo les voy a quitar su agua?

–Ahí tenemos más.

–De todos modos no, se lo agradezco.

Todas acudieron al llamado de una sola: Rosario Ibarra de Piedra, quien ahora va y viene en el atrio porque los tehuacanes tienen que quedar en la sombra y hay que hacerles un tendidito, los volantes aún no llegan y ya deberían andarse repartiendo en la calle, muchos periodistas no están enterados y la comisión que debió avisarles aún no rinde su informe. El sol pega y hierve el tezontle rojo de los muros; pienso en la moronga que se oscurece a medida que avanza el día en los comales de las taquerías cercanas a Catedral. Fuera del atrio, en la banqueta, la gente pasa indiferente a pesar de una manta roja muy larga que dice en letras negras: “Los encontraremos”. Una hilera de mujeres sostiene una cartulina blanca. Anuncian: “Huelga de Hambre”, cada una con una letra. La de la segunda H parece especialmente agobiada; se ha enroscado su suéter en la cabeza para atajar el sol, lo mismo han hecho varias otras, de suerte que vistas de lejos bien podrían ser placeras regateando en el mercado. Y es triste que lo sean; están en la plaza ¿no es cierto? y regatean exigiendo al gobierno la vida, la presencia de sus hijos. Para una madre, la desaparición de un hijo significa un espanto sin tregua, una angustia larga, no sé, no hay resignación, ni consuelo, ni tiempo para que cicatrice la herida. La muerte mata la esperanza, pero la desaparición es intolerable porque ni mata ni deja vivir.

Una tarde en mi casa dejé sola a Rosario Ibarra de Piedra mientras iba a contestar el teléfono, entre tanto empezó a llover. Cuando volví la encontré llorando: “¿Qué le pasa, Rosario?” “Es que pensé que donde quiera que esté mi muchacho ha de estarse mojando”. A Rosario tan valiente, tan controlada siempre, por quién sabe qué mecanismo descompuesto la lluvia figurada sobre la espalda de su hijo le abre las compuertas del llanto. Agua rápida, despeñada. Tanta agua ha corrido desde los primeros meses de su búsqueda, cuando la esperanza era violentísima, la del encuentro, la recuperación, tanta agua hasta ir a dar al Canal del Desagüe: “Señora, tenemos aquí dos cuerpos que encontramos en el Gran Canal, a lo mejor son de los suyos, en todo caso, venga a reconocerlo”. Y sí, allí sobre la plancha fría, dizque higiénica, dos cadáveres de muchachos atados de pies y manos cada cual con un solo balazo: uno en la nuca, el otro en la frente; ninguno de los dos mayor de los dieciocho; los dos en estado ya de descomposición. Pero ésos no son los únicos; en la autopista México-Querétaro, Rosario corrió al encuentro de tres cadáveres abandonados, también vendados, y otros dos que sacaron de una zanja cercana al aeropuerto. “Pa’que escarmiente –le dijo uno de la Federal de Seguridad–  pa’que les digan a sus hijos que no se metan con nosotros”. Pienso en el archivo gigantesco que vi en Ginebra, donde se alinean los desaparecidos de guerra, los nombres de los judíos exterminados. Al menos merecieron una tarjeta dentro de un cajón de lámina que sale con la sola presión de la mano y exhibe nombre, edad, señas particulares, lugar y día de la muerte. Aquí en México, ¿en qué archivo de gobernación, en qué expediente, en qué ficha se pierden los pasos de un muchacho que nació hace diecisiete, veinte, veinticinco años? Seguramente la Federal de Seguridad recurre a la CIA, a la diligencia con la que consigna la historia de cada posible disidente, desde el nacimiento de su vello impúber hasta que entra a la Prepa y pega sus primeros carteles, hace sus primeras pintas, se pone de pie frente a sus compañeros para echar su rollo en la Asamblea, emocionadísimo, feliz, parado encima de su barril de pólvora. De allí a ser miembro del Comité de Lucha de la Facultad sólo hay un paso, después viene la huelga, la organización de las brigadas, el “volanteo”, el darse cuenta, como lo dijo Sartre, que “nadie se salva solo”.

Quizá sucede lo mismo con otras madres, ahora en estos meses mojados y grises de agosto con sus atardeceres encapotados; quizá se sueltan a llorar sin pretexto, un llanto retrasado, que ya nada puede retener y del cual se disculpan cubriéndose la boca con su pañuelo. Una de ellas se me acerca, veo en su bolsa del mandado de plástico verde un rollo de papel higiénico. “De veras, si las dejan dormir aquí, ¿dónde harán sus necesidades?” A Rosario Ibarra de Piedra, muy delgada, muy frágil dentro de su vestido negro, la siento sobreexcitada; va de un grupo a otro, cierra los ojos bajo el sol y dice parpadeando: “Ahorita vengo. Corro a la caseta porque necesito hacer una llamada como la que le hice a usted; traigo un montón de veintes para los días que vienen”, camina sobre sus tacones negros, camina mucho dentro del atrio; va del interior de Catedral hacia la calle, regresa porque algo olvidó. Me asombro: “¿Cómo va a aguantar?” Siempre he visto que los que hacen huelga de hambre procuran economizar energía y calor y permanecen acostados. Así en 1961, vi en San Carlos a Juan de la Cabada, a Benita Galeana, a los dos Lizalde, Enrique y Eduardo, a José Revueltas, a Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco; arrebujados en las cobijas, desmelenados y ojerosos como niños a quienes el sueño se les enreda en las pestañas. Se habían solidarizado con la huelga de hambre de los ferrocarrileros y de Siqueiros en Lecumberri. (Nombro a Siqueiros no para significarlo sino porque él no era ferrocarrilero.) Así vi días después a los militantes presos Alberto Lumbreras, Gilberto Rojo Robles, Dionisio Encinas, Miguel Aroche Parra, Filomeno Mata, “el viejito” Mata como le decían, y a Demetrio Vallejo lleno de sondas y amarrado con vendas a su cama de enfermería de Santa Marta Acatitla; así habría de ver años más tarde, en 1968, a Gilberto Guevara Niebla, verde y sobre todo enojado, en su crujía A, extraviado en medio de un insoportable hedor a limones podridos que los policías habían dispuesto se recogieran en una sola celda repleta de cáscaras, contigua a la suya.

Ahora miro a estas mujeres trajinar, asolearse, olvidadas de sí mismas; me preocupa sobre todo Rosario quien no cesa de sonreír animosa, alegre casi. Me aclaró por teléfono: “Ya le pregunté a mi esposo y dice que no pasa nada, que el cuerpo puede aguantar muchos días con agua y azúcar y sal; chuparemos limones con tantita sal, con azúcar y agua, mucha agua. ¡Hasta sirve para eliminar toxinas!” También comentó alborozada desde su caseta telefónica: “¡No llevamos ni una hora aquí y ya han venido de varias agencias internacionales, de la Associated Press, la Reuter, la  Efe de España y una checoslovaca. Les avisé también a Marlyse Simons del Washington Post y a Alan Riding del New York Times. Hemos tenido mucha respuesta, un gran apoyo. Nos van a acompañar algunos muchachos del PRT. Al rato viene un reportero del UnomásUno. Se portan bien éstos del UnomásUno. Véngase usted pronto, Elena, no me vaya a decir que no puede, que los niños, que la escuela, véngase lo más pronto que pueda!”, y ahora que estoy aquí, Rosario me hace una pequeña señal con la mano y corre hacia la calle, vuela casi. Con razón, el subsecretario de gobernación Fernando Gutiérrez Barrios le dijo: “¡Es usted la más tenaz que he conocido!” De verdad hay que ser tenaz para luchar contra la incertidumbre, la ausencia y el deseo de capitular, factores más fuertes que el enemigo mismo.

Mi muchacho era bueno, no le hacía daño a nadie, mi muchacho era bueno, no le hacía daño a nadie, mi muchacho era bueno, no le hacía daño a nadie, mi mucha…

Y ellas ¿de quién son enemigas? Miro sus ojos negros, desvalidos, duros a veces, sus ojos que desvían la mirada (¿qué diablos querrá esta gringa?) sus ojos de pobre. Sé que muchas no acudieron al llamado de Rosario. Algunos padres respondieron a propósito de su desaparecido: “Nosotros ya le mandamos decir su misa”. Ahora mismo, no son pocas las que se persignan ante el Cristo cada vez que se meten a Catedral. Se enrebozan frente al atrio; podrían ser miembros de una peregrinación, devotas cumplidoras de alguna manda; de hecho a dos de ellas se les asoma su escapulario, y es fácil imaginarlas prendiendo una veladora para que la Virgen les haga el milagro: la aparición de su hijo. Dentro de Catedral me siento junto a la señora García de Corral. Es una mujer maciza, que supongo alta; la voz gruesa. Habla golpeado. La creo norteña porque no se inhibe ni se apoca a diferencia de otras mujeres que se arrinconan como pajaritos asustados (al menos así las veo en este primer día de huelga). Yo misma obedecería si me sugirieran en la tranquila sombra de esta iglesia: “Vamos a rezar un rosario”. Pero la pregunta la tengo que hacer yo y no es piadosa.

–Nosotros somos de Ciudad Juárez, Chihuahua –responde Concepción García de Corral–. En 1974, mataron a mi hijo Salvador Corral García, en 1976 aprehendieron a mi hijo José de Jesús, quien está desaparecido, y en 1977 mataron a mi hijo Luis Miguel Corral.

–Tres hijos. ¿Y todos guerrilleros?

Esta pregunta no les gusta a las madres de familia; ninguna salvo Rosario responde directamente. La mayoría niega estar enterada de las actividades del hijo y del motivo de su detención. Algunas explican con muchos pormenores cómo fue el arresto, pero ninguna sabe decir por qué. Al contrario, repiten una y otra vez, el rostro marchito: “Mi muchacho era bueno, no le hacía daño a nadie”. La señora García de Corral no se anda con contemplaciones ni me debe explicación alguna, ella viene a lo que viene: “Yo ando buscando al desaparecido. Lo aprehendieron en Puebla y dijeron que lo habían llevado al Campo Militar número Uno”.

–Y ¿tiene más hijos?

–Sí, pero no quiero hablar de ellos ni dar sus nombres, no me los vayan a matar también. Lo único que quiero es que me digan dónde está el desaparecido, Luis Miguel, que tiene veintiséis años.

Cuando Rosario buscó a su hijo en todas las dependencias gubernamentales, pensó que otras mujeres debían estar en su mismo caso –no podía ser ella la única– y resolvió encontrarlas. Su esfuerzo culmina en esta huelga de hambre en Catedral a la que han acudido ochenta y tres mujeres, que piden la Amnistía General.

Y qué, que nos digan locas

Regresa Rosario; sé que es Rosario incluso antes de verla, lo sé porque reconozco su taconeo sobre las baldosas. Voy hacia ella:

–Rosario ¿no se parece esta huelga a la de las Locas de la Plaza de Mayo, ustedes de negro y plantadas casi frente al Palacio de Gobierno?

–Sí…

–Pero ésta no es una dictadura, este gobierno no es el de Argentina, Rosario.

–Pero si no actuamos puede llegar a serlo –sacude la cabeza con vehemencia como lo hace en cada ocasión en que digo algo que la desagrada–. ¿Usted cree que es normal que en un país desaparezca la gente?

–Pero, Rosario, todos los gobiernos del mundo persiguen a sus opositores, sobre todo si éstos escogen las armas. ¡Yo no sé de una sola guerrilla que ande suelta por allí con el beneplácito de las autoridades!

–¡Que se les juzgue si han cometido algún delito, pero que se les pueda ver! ¿Usted cree justo que yo no vea a mi hijo desde 1975? A nosotras pueden llamarnos las Locas de Catedral, las Locas de la Plaza de la Constitución, las Locas del 1º. de septiembre, no me importa, no me importa; hemos llegado al límite, éste es nuestro último recurso. No nos queda otra. Mire, al gobierno tal y como está, hay que arrancarle las cosas…

–Pero Rosario, ésta es una medida política, ¿quiénes las aconsejan políticamente?

–Nadie. Fui a ver hasta su casa al ingeniero Heberto Castillo. Me dijo que esperáramos al día del Informe a ver qué, insistió en que esta huelga era un error político, en que íbamos a frenar la amnistía; lo mismo advirtieron otras organizaciones y otros partidos, pero yo no podía detener ya a las demás mujeres, las ochenta y tres que aquí nos encontramos y que hace mucho queríamos entrar en huelga de hambre. ¡Algo teníamos que hacer por nuestros muchachos, Elena! ¿Qué no sabe usted que en Culiacán algunas madres de familia hacen una parada permanente frente al Palacio de Gobierno y no hay quién las mueva? El gobernador Alfonso Calderón Velarde les dijo: “Por mí se pueden quedar un año si quieren, aplástense ahí. A mí qué, yo no tengo a sus hijos”. A ellas también podrían llamarlas “Las Locas de Culiacán”. ¿Qué más da? ¿Usted cree que con llamarnos locas nos quitan algo? ¡No hombre! Que nos digan como se les antoje. Las de Sinaloa tienen años preguntando por sus esposos, sus hermanos, sus hijos desaparecidos. Fueron a ver al comandante de la Novena Zona Militar y nadie les dio una respuesta. En México ni el Jefe de Estado Mayor Presidencial, ni el Procurador de la República, ni el Presidente López Portillo, les han podido decir por ahí te pudres. Ya basta, ¿no? Ya es mucho peregrinar, mucho aguantar. ¿Que el gobierno no podría darnos a los familiares una lista de los muertos, una de los que podrían salir, y sí pueden cómo, en qué condiciones, si desean que vayamos a encontrarlos a otro país, etcétera?

La voz de Rosario ha subido de tono, se ha hecho más rápida, demandante y la esperanza que hay en ella me resulta intolerable. Desvío la vista, y tras de Rosario, veo de pronto en la pared la estela plateada de un caracol que sube por el muro de tezontle. ¿Qué diablos hace un caracol en pleno zócalo sobre un muro rojo de Catedral? ¿Cómo llegó hasta aquí? Lo miro, me distraigo, descanso del dolor de Rosario, el caracol se desliza lentamente con su casa a cuestas, puedo ver su cabeza, sus cuatro cuernitos, avanza con dificultad, hace su camino, ¡cuánto esfuerzo, cuánto! ¿Cómo pudo llegar? Será porque es época de lluvias; su huella húmeda brilla al sol, es un cordón irisado; va derramando su baba, que no le pase nada, recuerdo que un día saltó un chapulín junto al lavabo y cayó adentro, lo saqué, lo puse en el suelo; pensé: “termino de lavarme los dientes y lo bajo al jardín”, pero entre tanto de un brinco fue a desnucarse contra el mosaico. Lo tomé entonces, pero ya era demasiado tarde y me reproché mi falta de oportunidad. Qué frágil es la vida de todo lo viviente: todo se juega en un segundo. Y ahora este caracol solitario que sube incauto dirigiéndose quién sabe a dónde, que no le pase nada, que no le pase nada a nadie, que no todo sea una amenaza, que la vida no sea este dolor intenso, esta lucha babeante, esta mucosa que vamos dejando, huella y camino a la vez, camino ¿a dónde? porque ya no sé si vale la pena morir por algo en este país, en este MI país, y sé que sólo la muerte es real, sólo la muerte es real, sólo la muerte es real.

–Y ¿si están muertos?

Rosario de nuevo sacude la cabeza: “Queremos sus cadáveres pero no fresquecitos, que no nos los maten ahora; que sepamos cuándo, cómo y dónde nos los mataron”.

Varias veces le he preguntado a Rosario por fría y por imprudente: “¿Y si está muerto?” Ella se defiende siempre. Miro a Rosario. Hace un año la palabra “muerto” le era intolerable. Ahora el dolor la ha transformado en una luchadora política. En 1977, Manuel Buendía le dijo que él estaba en condiciones de informarle que su hijo había muerto. Rosario pidió una prueba. Al no tenerla, ha seguido en su lucha. Cuando yo insisto, Rosario me habla del Campo Militar número Uno, cuenta que un preso liberado le mandó decir que había visto a Jesús, que una gran cicatriz le atravesaba la cara, que lo trajeron de Monterrey espantosamente golpeado. Y sigue. Desde hace un año no tiene noticias, nada, pero ella cree, tiene fe, no se rinde, ella… Y luego alega:

–Esta gente del gobierno es muy fuerte, Elena, muy poderosa. Usted cree que si quisieran librarse de mí ¿no lo habrían hecho? ¿Usted cree que no me dirían como se lo han dicho a otras: “Señora, usted tiene tres hijos más; le aconsejamos por el bien de sus hijos que deje esta lucha”? ¿No cree usted que podrían darme un mal golpe? ¿Machucarme cuando salgo de mi casa? Saben bien dónde vivo; durante días enteros se estaciona allí un coche sin placas con cuatro agentes de Gobernación. Por eso, sí creo que tienen a mi muchacho, si no, hace mucho que me hubieran obligado a desistir. Hay mil maneras de lograrlo. Si no me eliminaron antes, si me han dejado proseguir en mi campaña, fundar el Comité de Presos, Perseguidos, Exiliados y Desaparecidos Políticos, organizar manifestaciones, viajar y dar a conocer mi caso en ochenta ciudades de los Estados Unidos, va a serles mucho más difícil eliminarme ahora. Por estas razones, para mí muy poderosas, creo que tienen a mi muchacho.

Pero también, y eso no se lo digo a Rosario, cabe la otra posibilidad; dejar morir el asunto, darle largas, y largas y largas, que pasen los días, los meses, los años, hasta que no haya una Rosario Ibarra de Piedra para moverlo y digan entonces: “Menos mal que se murió esta vieja tan terca”, que todo se soslaye, se agote por inanición. Debe ser ésta la tirada del gobierno, porque sacar a Jesús Piedra Ibarra ahora, después de cinco años, ¿acaso es posible? Sería la prueba irrefutable de que México es igual a las dictaduras latinoamericanas. Si sale “un” preso político, ¿por qué no cien, por qué no mil? Además, Rosario es ahora conocida internacionalmente; sacudió a las académicas sesiones de Amnesty International en Londres, la convocaron en Helsinki, en Bonn, en Berlín, en Estocolmo y ya no se diga en las ochenta ciudades norteamericanas cuyas universidades pagaron su pasaje; ¿podría enfrentarse el gobierno de López Portillo a una campaña internacional de esta magnitud, a las investigaciones de Jacoby en La Haya, de los parlamentarios ingleses, someterse a un juicio como lo son los de los dictadores de América Latina? ¿Sería justo para México?

Lo mejor es darle la suave, aderezarlo a la mexicana, dejar que las señoras cacareen su desgracia, hagan sus manifestaciones, atenderlas incluso (Rosario vio treinta y seis veces al expresidente Echeverría, quien siempre la trató con finura, la recibió, solícito y cortés, la remitió a Ojeda Paullada, quien siempre la reconocía, sonreía al tenderle la mano, fruncía el entrecejo mientras la escuchaba: “Licenciado, mi muchacho, mi muchacho, licenciado”). ¿Qué otra salida le queda al gobierno de México? ¿Qué táctica a seguir? Conceder la amnistía, sí, esto es factible, pero ¿resucitar a los muertos, hacer que aparezcan los desaparecidos? Porque si Jesús Piedra Ibarra es del sexenio de Echeverría, siguen desapareciendo campesinos y obreros. Los únicos cómplices de los políticos son el tiempo, el cansancio y la rendición de los familiares, que además, si no fuera por la fortaleza de espíritu de Rosario Ibarra de Piedra, ya se hubieran rendido.

–Entonces, está decidido, Rosario, ¿van a quedarse a dormir aquí?

–Sí, absolutamente. Como cierran las puertas de Catedral a las cinco, las más viejas dormirán adentro, las más jóvenes nos quedaremos afuera. (Sí, no las demás, no las otras, Rosario ha dicho las más jóvenes. Sí, ¿cuántos jóvenes no quisieran la juventud de ella para día domingo?) Hemos traído sarapes, no hay problema.

–¿No corren el riesgo de que les rompan la huelga?

–Sí, claro, porque en los últimos meses el gobierno ha roto todas las huelgas, a los del Istmo que la hacían frente a la ONU, el gobierno los dispersó y los mandó para su casa.

(Ahora sí, tres mujeres se han parado junto a nosotras; una de ellas sonríe y al hacerlo enseña mucho las encías y son tan rojas que parecen dos pedacitos de sandía).

–Por eso –continúa Rosario– sería muy bueno que recibiéramos más apoyo popular, que se plantaran aquí e hicieran huelga con nosotros los representantes de organizaciones sindicales y de partidos. Mire usted, Elena, ¡cuántas somos! ¡Todas las que están allá en bolita son de Atoyac! Debería platicar con ellas.

–Rosario –se acerca Vicky Montes con su pelo largo, suelto sobre los hombros. Es algo así como el lugarteniente de la señora Piedra–, Rosario, dice el padre Pérez que no podemos quedarnos a dormir aquí.

Rosario reacciona inmediatamente:

–¿Por qué? ¿Quién lo prohíbe? ¿Qué ley? (Rosario ahora siempre blande la ley.) A ver, vamos. (Y se dirigen hacia unas enaguas negras que aguardan amenazantes).

Las lágrimas abren trincheras en la carne

Recuerdo que las primeras veces que Rosario vino a la casa traía regalos, que una tortuguita para mis hijos Paula y Felipe, que flores para mí, que pan dulce para todos. Participaba en la vida familiar, platicaba con los niños. Un día a la hora de la comida hizo machaca con huevo, otro, aplacó a Guillermo exasperado, se puso a contarle de esto y de lo otro mientras yo la escuchaba yendo del comedor a la cocina. Rosario quería darse a querer y lo hacía con las armas consabidas: las de la amabilidad, el “Buenos días, vecino, buenos días, vecina”, acostumbrado en Monterrey, las pequeñas ofrendas que han de granjearse el “muchas gracias, no se hubiera molestado”. Escuchaba conversaciones que estaban a mil años luz de su interés, de aquello que la había traído a la casa: su hijo Jesús. En un momento oportuno trataría el tema, entre tanto, se amoldaría, paciente: “Sí, niño, sí, la tortuga en el jardín se te puede perder porque como es chiquita y su caparazón es cafecita se te puede confundir con la tierra, y entonces sí, no la vuelves a ver. Mejor déjala aquí en su cajita, tráele su pasto, lechuga”. “Sí, niña, sí, yo tengo dos hijas que alguna vez fueron como tú pero ahora ya están grandes y me ayudan mucho…” “Mire, Elena, no le haga caso a su marido, va a ver cómo se le pasa”. Allí estaba Rosario consecuentándonos a todos y yo ansiaba que no se fuera, porque desde niña y como ilusa que soy, siempre creo que las soluciones van a venir desde afuera.

A lo largo de estos últimos cinco años, he visto transformarse a Rosario, convertir sus departamentos del Paseo de la Reforma y de Tlatelolco (floreados, de carpetitas tejidas y lámparas de buró) en su cueva en la colonia Condesa, todas las paredes tapizadas con los carteles de los hijos desaparecidos, letreros de “Se buscan”, de “Libertad a los Presos Políticos”, fotografías amplificadas, periódicos murales, letreros en inglés, en francés, recortes de periódicos alemanes y suecos. ¡Adiós colchas de color pastel y figuritas de porcelana! En el cuchitril hay dos cuartos, en total cuatro camas, más el sofá de la sala para que allí pernocten las compañeras, madres o esposas o hermanas de otros desaparecidos que vienen de Guerrero, de Sinaloa, de Monterrey. La cafetera casi siempre está prendida, las tazas en el pequeño fregadero muy a la mano para tenderlas a los que van entrando. Rosario ofrece, anima, cuenta, no desmaya nunca. Entran madres y padres de desaparecidos, estudiantes, simpatizantes, periodistas de México y del extranjero, militantes de los partidos políticos de izquierda, trabajadores del Cencos, muchachos que de pronto aparecen (porque sí aparecen), muchachas que la policía suelta después de la tortura y que Rosario acompaña a levantar un acta.

Rosario ya no viene a verme con regalos, jamás pregunta por el marido, por los niños, y no es que no piense en ellos, es que esa etapa ya pasó. Primero en México, inició su búsqueda llevando la misma vida burguesa que acostumbraba en Monterrey. Era indispensable que la aceptaran. Cuando iba a ver a los distintos funcionarios lo hacía con el atuendo apropiado, bien peinada, la bolsa, el collarcito, los tacones, la organización externa que tranquiliza a los demás. Tomaba taxis. Esperaba en las esquinas. Esperaba en las antesalas. Sonreía. Sonreía siempre, no levantaba la voz, formulaba bien sus pensamientos, repetía su historia sin exaltarse para que los encumbrados la atendieran como a señora decente: “Pase usted, señora, entre usted a mi despacho”. Enrebozada, trenzuda, nadie la hubiera atendido; he aquí uno de los frutos de nuestra benemérita revolución. “Señora, por favor, entre usted”. “Muy pronto aprendí a no llorar ante ellos, Elena, casi desde la primera entrevista, para no darles ese gusto, para que no pudieran decir: ʽEsta pobre mujer no está en sus cabalesʼ”.

Desde nuestro primer encuentro pude percatarme de cuán herida estaba; a sus ojos afloraron las lágrimas pero ella las retenía en un ejercicio de quién sabe cuántos días, cuántas noches. Cualquier mínima esperanza por absurda que parezca (un muchacho que sale y cuenta que en el Campo Militar número Uno supo de un Jesús con una cicatriz en la cara) es para ella la razón de un día más, la de no dejarse ir, de ejercer sobre sí ese trabajo continuo, diría yo de encauzamiento del dolor, de entrega a la busca de ese hijo probablemente herido de por vida.

Rosario Ibarra de Piedra siempre portó un medallón con la foto de su hijo desaparecido, Jesús Piedra Ibarra. Fotografía: Marco A. Cruz. Imagen tomada de: https://polemon.mx/rosario-ibarra-de-piedra-en-la-memoria-del-pueblo/.

No es que Rosario ahora ande vestida de mezclilla, no, su aspecto exterior es el mismo, quizás más estilizado. No es que no acuda a las oficinas de gobierno, es la manera como lo hace. Rosario nunca dice ya la palabra “maricón” porque los homosexuales, el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (FHAR) y el grupo Lambda, muy concretamente, la han apoyado y se han unido a sus marchas. Ningún resabio “pequeñoburgués” en sus diálogos con los demás, ningún afán de posesión, ningún deseo de sobresalir. Rosario está incendiada. Arde. Toda la noche. Arde como lámpara votiva. Nunca he visto a un ser tan absolutamente trabajado por el sufrimiento como Rosario, pero trabajado en el sentido de que la ha pulido, la ha adelgazado hasta ser casi puro espíritu, pura fuerza de voluntad vuelta hacia el hijo. Probablemente siempre ha llevado en sí todo lo que ella es ahora, no obstante es en estos últimos años que Rosario deshijada, deshojada de Jesús, se ha hecho a sí misma con la dura materia del ausente: la soledad, la desesperación, el amanecer sin nadie, las antesalas que terminan a las doce de la noche cuando ya el señor secretario bajó por su elevador privado, los camiones, el y ahora cómo me voy ¿en qué?, el pretender abordar hasta al presidente de la República entre guaruras y walkie-talkies, pisotones y el empujón definitivo: “Hágase a un lado señora, muévase”, en fin, todo el aplastante costal de angustias que carga una madre de hijo desaparecido, el fardo común a todas, a Vicky, a Concha, a Celia, a Eva, a Delia, a Elena, a Margarita, a María Eugenia, a Carmen, a Marta, a Teresa, tal y como lo confirma el joven actor del Sindicato de Actores Independientes, Fernando Gaxiola:

–Mi hermano Óscar César estuvo tres años preso en Culiacán, de los 17 a los 20 años, y aunque esto afectó a mi madre, Marta Murillo de Gaxiola, podía visitarlo en la cárcel cada semana, pero ahora que está desaparecido, mi madre se consume en vida; lo único que quiere saber es si está vivo, si está muerto, qué es lo que pasa, qué es lo que las autoridades han hecho con él.

Este texto es un fragmento del capítulo “Diario de una huelga de hambre” del libro de Elena Poniatowska, Fuerte es el silencio. Publicado por primera vez en 1980 por editorial Era, el libro recoge cinco relatos sobre la lucha popular por la democracia, la igualdad y la justicia. Posteriormente, la editorial Seix Barral publicó este libro y una versión abreviada del capítulo en Las indómitas (2016). El presente fragmento se reproduce con autorización expresa de la autora.

Derechos Reservados © Elena Poniatowska Amor.

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