Ironías de la intelectualidad y desafíos para su feminismo

Por Mariana Ozuna Castañeda

Recuerdo, recordamos

Ésa es nuestra manera de ayudar a que amanezca

sobre tantas conciencias mancilladas,

sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,

sobre el rostro amparado tras la máscara.

Recuerdo, recordemos

hasta que la justicia se siente entre nosotros.

Memorial de Tlatelolco, 1972.

Nunca se preocupó por mí… y yo la quise mucho y a sus padres también. Nunca se preocupó por mí. Y estuve veinte años [con ella].

María Escandón, tía de Rosario Castellanos, 1994.

¿Y qué querías? ¿Ser igual que las gentes de razón?

“Teatro Petul. Benito Juárez”, Teatro Petul 2, 1961.

Rosario Castellanos Figueroa nació “por un error geográfico” en el entonces Distrito Federal, a pesar de que se ha dicho y estampado que lo hizo en Chiapas. Sobre la escritora, académica, funcionaria, periodista y diplomática, pesará de tal manera su obra literaria considerada indigenista que terminará por hacerla nacer en ese estado del sureste donde ocurren los dramas de los tzotziles, tzeltales y mayas. Forma parte —según la obsesión de la crítica literaria de hace algunas décadas por aglutinar a los escritores en generaciones o grupos— de la generación de 1950. 

A decir de Elena Poniatowska, de 1948, año en que apareció Apuntes para una declaración de fe, a agosto de 1974, Castellanos publicó 23 libros en 26 años: once de poesía, tres de cuento, dos novelas, cuatro de ensayo y crítica literaria, una obra de teatro (El eterno femenino), y un volumen que reúne sus artículos periodísticos. Sin embargo el arco temporal se amplía si se cuenta que a sus quince años publicó poesía en un periódico local en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, y que El eterno femenino aparece en 1975, esto es 34 años de incesante escritura. Además, Poniatowska no incluye las obras de teatro guiñol —Teatro Petul— escritas por Castellanos para el Instituto Nacional Indigenista. El volumen El uso de la palabra (1974) que reunió algunos de los artículos publicados por Castellanos en Excélsior, palidece frente a los tres publicados en 2004 por Conaculta, recopilación a cargo de Andrea Reyes bajo el título Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos, Reyes registra y compila un total de 517 contribuciones entre artículos y ensayos en diferentes medios periodísticos. (¿Cómo pudo escribir tanto y tan bien?). A esta Castellanos periodística me asomaré en las siguientes líneas.

Retrato de Rosario Castellanos, Rogelio Cuéllar, 1972. Colección: 250 Retratos de la Literatura Mexicana, Secretaría de Cultura, Rogelio Cuéllar.  Fotografía tomada de: https://www.rogeliocuellar.mx/galeria/escritor/73/castellanos-rosario.

Ligereza aparente, el alfiler de la ironía

La ironía se considera destello de inteligencia en la tradición literaria occidental, lo mismo escribir o hablar irónicamente que entender las ironías como juegos del ingenio. Su componente humorístico permite al ironista abordar temas incómodos para las sociedades. Suele decirse que una ironía dice lo contrario de lo que enuncia, de ahí que usualmente se confunda con la contradicción o en el otro extremo con la paradoja. El uso más común es el de la idea opuesta, por ejemplo, cuando entrada la noche despedimos a una amiga con la frase “Te vas por la sombrita”, basta con estar en la situación para saber que se trata de un chascarrillo, y el tema del chiste es lo evidente: es de noche y no hay sombra, o mejor aún, es de noche y todo es sombra… Es ésta la ironía del estilo de Rosario Castellanos en sus artículos periodísticos, ironiza lo evidente, lo cotidiano, aquello que por invariable se antoja fútil. La escritora pertenece a la tradición literaria crítica de Jonathan Swift, Guillermo Prieto, Oscar Wilde, Maya Angelou, James Baldwin, Pedro Lemebel, y claro, la mismísima Virginia Woolf. 

Para “hacer ver lo evidente” se requieren varios movimientos a manera de oleaje, de pliegues sobre el lenguaje: primero acordamos que hay un sentido o conocimiento explícito —es de noche, de noche no sale el sol, no es posible hacer sombra de noche— y que éste se pone en duda con la frase “Te vas por la sombrita”, aquello que parecía claro e incontrovertible —de noche no hay luz solar para proyectar sombras— se abre, lo que se “abre” no es la frase, sino la realidad o la situación: se puede hacer sombra de noche bajo un farol; la sombra es una forma de decir “protégete contra el sol”, entonces decir “Te vas por la sombrita” también podría querer decir “cuídate porque la noche es peligrosa”. La ironía se vuelca sobre la situación, sobre la realidad “compartida” por los interlocutores. En este sentido, la ironía de Castellanos Figueroa en las decenas de artículos periodísticos es un ejercicio humanizante por abrumador, me explico.

La ironía depende en absoluto de que ambos interlocutores compartan lo obvio, sin esto, la ironía pasa inadvertida fácilmente, y se la puede calificar de dicho estrafalario. En la ironía los interlocutores participan de los sentidos, de cómo la realidad o la situación se modifica una vez que el ironista aguijonea lo obvio, esto sufre una suerte de transformación, y deja su lugar cotidiano para convertirse en anomalía. Por otra parte, la vida pública en México durante los años que van de 1963 a 1974 en que Castellanos colaboró en Excélsior se distinguió por la simulación, el ocultamiento, la censura, la mordaza…, era un México recién bañado y muy bien peinadito, gobernado por un régimen cuyo autoritarismo y capacidad de represión se reproducían en todas sus instituciones y sectores. De suerte que la ironía de Castellanos resulta idónea para “hacer ver” a sus lectores no sólo la vida cotidiana sino lo mucho que ésta encubre.

En febrero de 1965 la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística se rasga las vestiduras ante Los hijos de Sánchez, porque retrata el México que por decreto no debe verse, del que no debe hablarse. Ante esto Castellanos afirma en “Cultura y violencia” que el arte en México tiene la obligación de ser patriotero o no ser. Y sentencia “La vida intelectual en México tiene un ritmo regular y apacible”, así cuando algo la perturba reacciona coléricamente por “la inoperancia de los intelectuales en nuestro país. Carecen de contacto directo y permanente con el mundo que los circunda; no se sienten útiles cuando desempeñan sus funciones específicas, sienten la cultura como embrujo o la padecen como un estigma; oscilan entre calificarse de parásitos o genios”. 

Castellanos juguetonamente desafía a la asentada intelectualidad y a sus prácticas: “Como nunca me he ejercitado en otro deporte que el verbal, mi nombre se añade, a veces, a la lista de los integrantes de una asociación, de un grupo, de una mafia, cuya actividad consiste en estampar su firma al pie de las largas e inoperantes protesta ante hechos consumados o consumables; de alegatos que no fortalecen el desvalimiento de las víctimas; de adhesión a causas, por justas, perdidas” (“Inventario”, La Cultura en México, noviembre de 1963). Esta confesión respecto de la (in)utilidad o postración de los intelectuales nos permite como he dicho indagar en la realidad, esas largas e inoperantes listas no logran nada, podríamos preguntarle legítimamente por qué existen dichas listas, para qué las firma… Dentro de los poderes de la ironía está el de decir algo diferente de lo que se enuncia, ya no se trata de lo opuesto, ese “algo diferente” conduce nuestra interpretación hacia la contradicción o la contrariedad, así cuando alguien nos dice “¡Qué hermosos zapatos, te ves increíble|”, recibimos el halago, sin embargo si la frase es repetida cuatro o seis veces, comenzamos a considerar que ese elogio no es tal, que es otra cosa, una burla, pero no hay un cambio de tono así que no podemos reclamarle al enunciador. Memorable es la repetición en Julio César de Shakespeare; los lectores de Castellanos pueden pasar por sus columnas y considerarlas obviedades o pequeñeces, sin embargo, quien se pregunta por estas afirmaciones sin sentido, puede quizá iniciar el camino hacia la crítica específica del ironista: “Están viendo y no miran”, o citando a la Biblia “el que tenga oídos que oiga”, es preciso detenerse y reconocer los pliegues en el lenguaje. En muchas de sus colaboraciones Castellanos aguijonea a la intelligentsia mexicana desde esta postura crítica: sólo sabemos hablar, escribir, firmar lo inútil; por su parte los lectores somos libres de preguntarnos quizá, ¿y entonces de qué sirven los que escriben si no cambian el estado de las cosas? El párrafo apenas citado se antoja casi parte de un cuento kafkiano: mi firma que no opera nada. Y al mismo tiempo, remata con lo inocultable: lo justo está perdido y a las víctimas no se les resarce firmando listas de protesta. La ironía no pontifica verdades, las problematiza; no propone una síntesis, ni crear algo, es más destructora que constructora. 

¿Para qué sirven los intelectuales? Algunos como Castellanos para incomodarse e incomodar a otros en su comodidad. En “Ni ditirambos ni elegía: Marte en la Universidad” del 21 de septiembre de 1968, aparecido en Excélsior, Castellanos regala al público páginas valientes en su contexto, con párrafos implacables, aunque prudentes: 

Hace apenas tres meses la ocupación de la Ciudad Universitaria por el ejército nos habría parecido un escándalo inconcebible. […] 

Pero el bazucazo que derribó la puerta de San Ildefonso el martes 30 de julio, derribó también una confianza hondamente arraigada en la conciencia mexicana: la de la inviolabilidad de los recintos académicos […].

Para que nos familiarizáramos con la necesidad del empleo de esa fuerza —que en estas semanas ha menudeado en frecuencia y ha crecido en magnitud— ha sido indispensable, primero, emprender una larga, tenaz, inescrupulosa campaña de desprestigio contra el objeto hacia el que esa fuerza iba dirigida: la Universidad.

[…] los funcionarios administrativos, los maestros, los alumnos fueron mostrado como una colección de desdichadas criaturas desprovistas de autoridad, de buena fe, de malicia o de experiencia como para mantener su casa en orden […].

Estos acontecimientos, sin calificación, se reducen a datos muy escuetos: diez mil soldados, con un equipo ofensivo y defensivo completo, sitian un conjunto de locales inermes, los catean, los desalojan sin encontrar resistencia, envían a la cárcel a los que allí concurrían y los mantienen bajo su vigilancia.

[…] como se preguntan los detectives en las novelas policiacas ante la comisión de un crimen: ¿a quién aprovecha? ¿Para qué sirve? ¿Cuál es el móvil?

[…] preguntémonos hasta que grado un hecho como el que se llevó a cabo ayuda a resolver un conflicto en el que una de las partes (los jóvenes) exigía el diálogo y la otra (el gobierno) había condescendido en aceptarlo.

¿Dialogan el vencedor y el vencido? No suele ser la costumbre […] ¿Dialogan el reo y el juez? No. A las diligencias judiciales se les llama, estrictamente, interrogatorios. No dialogan sino los hombres libres y cuando se encuentran en condiciones de igualdad.

[…] ¿de qué nos ha valido hacer una revolución liberal? ¿De qué haber practicado durante decenios una democracia, por sui generis que sea, si en el momento en que surge entre nosotros un fenómeno mundial, el de la inconformidad juvenil, adoptamos los mismos métodos que los países que no han transitado siquiera del feudalismo a la burguesía y que se rigen por dictaduras?

Llama la atención el orden en el que organiza a los miembros de la Universidad: primero los administrativos, y al final los alumnos, quienes eran la fuerza vital del movimiento; como si Castellanos no quisiera darles protagonismo en ese párrafo, más adelante, su prosa nos conduce hasta los bordes de la indignación con firmeza, no puede haber caído bien que “democracia sui generis” conviviera tan cerca de la palabra “dictadura”. Sin ironías, echa mano de otro recurso, la pregunta retórica, la pregunta que no pregunta sino responde, obligando al lector a dos cosas: aceptar tanto la formulación de la cuestión —lo que ya puede ser un desafío en sí— como la respuesta, es decir, la postura ideológica y política. Cuando entre amantes uno pregunta “¿Me quieres?”, no hay pregunta sino un callejón de una sola salida… Pocos días después, ante la masacre de estudiantes en Tlatelolco, todos callan. Y en 1972 en el poemario de Castellanos En la tierra de enmedio se lee: “La plaza amaneció barrida; los periódicos / dieron como noticia principal / el estado del tiempo”, “No hurgues en los archivos pues nada consta en actas”, “Recuerdo, recordamos”. El poema como archivo, como fuente enmienda lo que el periodismo fue incapaz de hacer.

Retrato de Rosario Castellanos, Rogelio Cuéllar, 1970. Colección: 250 Retratos de la Literatura Mexicana, Secretaría de Cultura, Rogelio Cuéllar.  Fotografía tomada de: https://www.rogeliocuellar.mx/galeria/escritor/73/castellanos-rosario.

Puntos ciegos de aquel feminismo 

La emancipación de las mujeres tema central de la poesía, narrativa, ensayo y teatro de Rosario Castellanos está presente también en su escritura periodística, no resaltaré los temas de la libertad individual de las mujeres de que habla de nuestra autora, sino un hecho que considero primordial para entender el feminismo que practicó. Castellanos se encarga de reseñar la obra y el arte de mujeres de su época, asume una actitud de servicio para con otras mujeres que, como ella misma, pasean por la pequeña ciudadela que se ubica en la cima de la torre de marfil de las artes: Ana María Matute, Rosa Chacel, Gabriela Mistral, Bernice Kolko, Luisa Josefina Hernández, Leticia Tarragó, Diana Moreno Toscano, replicando así las prácticas del campo literario masculino: la amistad cómplice, la organización de cofradía. La cofradía implica exclusión, por ejemplo, del arte lésbico que no se asoma en las colaboraciones de Castellanos. La autora reconoce la estructura de red en espejo: no se trata de que las mujeres históricamente no hayamos producido arte o pensamiento, sino de que histórica y deliberadamente se nos ha privado el acceso a los sitiales desde donde se gobierna la república de las artes. Castellanos deliberadamente presta el servicio de espejo y megáfono, de hacer archivo de la obra de “algunas” contemporáneas. 

Hay un aspecto de la vida femenina que nuestra autora visita con frecuencia en la prensa: la maternidad inserta en la vida cotidiana, por ejemplo, “Y las madres, ¿qué opinan? Control de la natalidad”, el tema asoma aquí y allá, y su propia experiencia surge: “usted sabe, señora, y desde el primer momento, cuando le ha tocado en suerte el que su niño sea un niño problema. ¿Pero está usted segura de advertir, con la misma certidumbre, si a su niño le ha tocado en suerte el que usted le resulte una madre problema?” (Excélsior, 23 de agosto de 1971). Cuestiona problemáticamente el estatuto de los hijos y las infancias, en “Los derechos del niño” (Excélsior, 23 de noviembre de 1963), y “Los hijos: una propiedad privada” (Excélsior, 22 de febrero de 1969); aunque su propia maternidad más que analizada es narrada con un velo de discreción, y buen humor como sucede en “No basta ser madre: un árbol crece en Tel Aviv”. 

Para mirarse, Castellanos gusta del ojo humorístico, como embajadora es la Señora Avestruz; desde Israel habla de programas culturales, de reuniones con personalidades de la política mundial, acuerdos, intercambios y logros artísticos, ella es el punto de partida y de llegada; y en algunos de sus textos autopromociona su obra, reglas de la ciudad letrada: “Álbum de familia: satisfacción no pedida”, “Nuevos versos de Rosario Castellanos”; tanto en “Balún Canán en Israel: Gabriel descubre la literatura” como en “De cómo hacerse famosa: a pesar de proponérselo” el blanco de la ironía es ella misma, aunque solo para hacer menos chocante el autoelogio: Balún Canán será traducida al hebreo y aunque con sorna la llamará “obra maestra”.

En Juicios Sumarios Castellanos dedica un ensayo a Virgina Woolf, de quien apunta: “el abolengo de la familia de Virginia no era únicamente social y económico, sino también intelectual”; y ciertamente en aquel famosísimo ensayo Una habitación propia, Woolf tuvo el valor de ofrecernos una perla de verdad sobre la literatura en Occidente: “una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción”. Tanto Woolf como Castellanos poseían autonomía financiera y social, esto es, privilegio de clase. Podría yo decir, como algunas feministas, que basta entonces con que las mujeres se hagan de capital y de autonomía para escribir, comprar libros, y allegarse experiencias artísticas. No obstante, lo que no puede decir Castellanos (que sí Woolf), es que las horas necesarias para leer y escribir, las dedicadas al estudio y las de ocio para la reflexión requieren que alguien más cocine, lave, organice, planche, limpie, es decir, la servidumbre. En el caso de Rosario Castellanos ¿qué hubiera sido de su carrera como escritora, de su maternidad, de su carrera diplomática sin la seguridad financiera, sin la servidumbre de su infancia, sin la nana de Gabriel, sin María Escandón? 

Y es que el abolengo de Castellanos está tramado con el afluente más trascendente y vital hasta nuestros días, que ha modelado las sociedades latinoamericanas desde sus orígenes en el siglo XVI, me refiero al racismo estructural que articula las relaciones, concentrando el poder en un grupo de mestizos y acriollados, cuya relación para con los racializados hombres y mujeres es en términos de inferiorización y de despojo sistemático no sólo de bienes y derechos, sino que además se les ha constreñido históricamente al destino de la servidumbre: “Yo he tenido hasta ahora dos largas servidumbres —escribe Castellanos—. Y uso la palabra con la plena deliberación de su ambivalencia. […] ¿Quién de las dos estaba más sujeta: la sierva o el ama? Eso queda para discutirse”, en el fragmento se crea la ficción de la igualdad a partir de la dependencia —por supuesto quien escribe es solo la patrona—, desconociendo así las determinantes sociales que condujeron a que una sea sierva y la otra ama. Más adelante, Castellanos misma invalida la igualdad al hablar de cómo María Escandón fue su “cargadora”: 

Esta institución [la de cargadora] consistía en que el hijo de los patrones tenía para entretenerse, además de juguetes no que eran muchos y que eran demasiado ingenuos, una criatura de su misma edad. Esa criatura era, a veces compañera con iniciativa con capacidad de invención […] Pero, a veces también era un mero objeto en que el otro descargaba sus humores: la energía inagotable de la infancia, el aburrimiento, la cólera, el celo amargo de la posesión.

Castellanos asevera que “El día en que […] se me reveló que esa cosa de la que yo hacía uso era una persona, tomé una decisión instantánea: pedir perdón”, y que entre ambas se dio un distanciamiento que empujó a María “donde era más útil ayudando al aseo y cuidando de la casa y, lentamente, introduciéndose en el ámbito sagrado de la cocina”. ¿Dónde era más útil?, ¿ámbito sagrado de la cocina? Rosario tenía 3 años cuando “le dieron” a María, que tendría 5 (en Sudamérica esta práctica muy viva aunque transformada en sus términos se llamó “indiecito de servicio”).

María será sirvienta y enfermera de la madre de Rosario durante una década, y personalísima sierva de Castellanos durante 20 años. Castellanos confiesa que nunca enseñó a María a leer ni a escribir, “Yo andaba de Quetzacóatl por montes y collados mientras junto a mí alguien se consumía de ignorancia”. Para mayor agravio: María, una mujer adulta, es puesta al servicio de Gertrudis Duby, aparentemente porque no se llevaba bien con el esposo de Castellanos. Duby tampoco le enseña a leer ni a escribir. Sin el trabajo de Cynthia Steele publicado en 1994, no podríamos conocer algo de la versión de María Escandón, ni que, para mayor agravio, María era tía de Rosario Castellanos, por parte de la familia materna, hija ilegítima de Trinidad Abarca, quien nunca la reconoció. Como se sabe, Rosario Castellanos tuvo un hermano, también ilegítimo, hijo de una mujer indígena, Rafael, fue criado en casa pero no recibió herencia como Rosario, quien finalmente la compartió con él.

Ciertamente Castellanos anduvo por montes y collados con su teatro Petul, medio para propagar en lenguas de la región chiapaneca de manera simplista, como importaba al gobierno en turno, la historia patria, o bien medidas de higiene y por supuesto adoctrinamiento de obediencia a la autoridad. Castellanos registra el autor de muchas de las obras, Marco Antonio Montero, pero no registra por sus nombres, a pesar del tiempo de convivencia, a la parte primordial de esa pequeña compañía de teatro, queda para ellos una mención forzosa: “El grupo de manipuladores del Teatro Petul (tres en idioma tzetzal y tres en idioma tzotzil) tiene a su cargo desde la fabricación y conservación de los muñecos, hasta las traducciones de los textos que originalmente se escriben en español” (Teatro Petul, 1962). Como si lo importante fuera la obra en español y su traducción mero accidente del contenido, esta jerarquización no sucede en el caso de las lenguas europeas.

La ingente obra de Castellanos solo fue posible porque ella, como Woolf y como sor Juana, gozaron de privilegiadas condiciones materiales para el trabajo intelectual como se produce en Occidente: se necesita dinero y una habitación propia para escribir, Castellanos tuvo eso y más, “le fue dada” una persona cuyo destino impuesto fue ocuparse por entero de su persona para que ella y solo ella, Rosario, floreciera. 

Balún Canán y la literatura llamada indigenista son prueba de las profundas contradicciones de la mirada acriollada o ladina que la constituye, o de cómo esta misma literatura colaboró en la figuración del “problema del indio” como se decía en los años sesenta y setenta —recordemos que también se ha dicho “el problema de la mujer”—, formas para no decir racismo ni misoginia.

La literatura participa de la realidad, está en ella y sobre ella se vierte. De manera que ha de reconocerse que leyendo a Rosario Castellanos cualquiera entra en contacto con ideas poderosas sobre el lugar de las mujeres de las clases aburguesadas mexicanas, de sus luchas y reclamos, Rosario fue implacable con su propio medio —Tablero de damas—; y señaló la desigualdad y la miseria en un México próspero de clases dirigentes medianamente letradas, que prolongaron el sistema colonial de expolio y pauperización contra hombres y mujeres indígenas y campesinos, porque solo así se acumulan esas fortunas aladinescas. Y ahí de pie junto a la deslumbrante, inteligente y desmesurada escritura de Castellanos está también el testimonio de una institución colonial viva, María. En el patriarcado del capitalismo, detrás de las obras de una gran mujer, hay también muchas otras mujeres y es éste un hecho que debe ser radicalmente desafiado.

Edita (la del plumero) de la serie La Servidumbre, Sandra Eleta, 1977. Fotografía tomada de: https://www.surfacemag.com/events/radical-women-latin-american-art-1960-1985/.

Castellanos, Rosario, Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos, Compilación, introducción y notas de Andrea Reyes, México, Conaculta, 2004-2007, 3 volúmenes. 

Poniatowska, Elena, ¡Ay, vida, no me mereces! Carlos Pellicer, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, La Literatura de la Onda, México, Joaquín Mortiz, 1985.

Revilla Orías, Paola Andrea, “Indiecito de servicio: cautiverio, trata y servidumbre no-libre de niños en Charcas (siglos XVI-XVIII)”, Tzintzun. Revista de Estudios Históricos, número 74, julio-diciembre de 2021, p. 35-65.

Steele, Cynthia, “María Escandón y Rosario Castellanos: feminismo y política personal en el ‘profundo sur’ mexicano”, Inti. Revista de Literatura Hispánica, número 40, otoño-primavera de 1994, p. 317-325.

¿Cuál es la diferencia entre discriminación y racismo?, cápsula a cargo de la Dra. Emiko Saldívar, México, Colectivo Copera, 2014. Disponible en: https://vimeo.com/104031657

Las mujeres indígenas: defensoras de la vida y los territorios, hacia un pensamiento descolonial. Conversatorio con Yásnaya Aguilar y Aura Cumes, México, Coordinación para la Igualdad de Género UNAM, 2021. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=Z9YZhHmieD0.

Deja un comentario

Tendencias