Una vez alcanzado el acuerdo que pacificaba a las tropas rebeldes de Pancho Villa, allá por julio de 1920, cuando Álvaro Obregón afianzaba su trayecto hacia la ocupación del cargo presidencial al transcurrir el interinato de Adolfo de la Huerta, jefe formal del triunfante Plan de Agua Prieta, comenzó a circular entre las manos del pueblo llano, pero también de la clase intelectual, un panfleto que contenía un corrido con vibrante matiz político. Firmado por José Guerrero, llevaba por título “Las esperanzas de la patria por la rendición de Villa” y nos permitía percibir el ambiente en torno al proceso que alejó de la lucha a uno de los más emblemáticos protagonistas de lo que se denomina genéricamente como la Revolución mexicana. 

El largo ensamble de cuartetos rimados, fuente de elocuencia popular, se abría con un sintomático refrán: “¡Qué chico se me hace el mar para hacer un buche de agua!”, que destilaba optimismo. Con originalidad y maestría, el cantor vivencial se congratulaba por el paso de Villa a la vida civil y con el próximo encumbramiento de Obregón, general invicto de la lucha armada, al más alto puesto de la nación. Una vez que los caudillos se habían supuestamente reconciliado y que su otrora jefe, posteriormente enemigo común, don Venustiano, se hallaba tres metros bajo tierra, el corrido prometía paz en el horizonte, tras los amargos tragos de una década de sangre derramada. Cabe recordar que las relaciones entre ambos contendientes del proceso revolucionario contaban con antecedentes, por cierto, no muy amigables.

Como se sabe, cuando Carranza convocó en 1913 a la lucha contra el usurpador Victoriano Huerta, la formación del Ejército Constitucionalista se dividió en varios ejes. Dos de ellos, quizá los más importantes, quedaron bajo la égida de los protagonistas aquí abordados. Por el lado noroeste del territorio nacional, Obregón mostró pruebas de un liderazgo innato, además de eficientes aptitudes en menesteres estratégicos de la guerra. Mientras que, en el norte, al mando de Villa, se formó la división más numerosa, misma que encaró las batallas fundamentales que finiquitaron al ejército federal huertista y abrieron camino a la victoria de la legalidad expresada en el Plan de Guadalupe. Uno y otro lucharon por la misma causa, pero no pudieron permanecer alejados de las desavenencias.

En una serie de fotografías, donde posan juntos, fechada el 27 de agosto de 1914, se encuentran acompañados por John Pershing, quien después encabezaría la famosa expedición punitiva contra el guerrillero duranguense. Para ese momento las relaciones entre los jefes constitucionalistas aparentaban ser cordiales, situación que se reflejaba al mostrarse sonrientes ante la cámara, a pesar de que traían entre manos un asunto por demás complicado, como lo era negociar con el lado estadounidense.

Francisco Serrano, Álvaro Obregón, Francisco Villa y John J. Pershing, 1914. Colección: Elmer y Diane Powell, Biblioteca DeGolyer, Universidad Metodista del Sur de Estados Unidos. Fotografía tomada de: https://digitalcollections.smu.edu/

Empero, la escisión revolucionaria se sentía en el ambiente. En Sonora estallaba por entonces una parte compleja del conflicto. Con posturas enfrentadas, José María Maytorena y Plutarco Elías Calles disputaban la hegemonía estatal. Nuestros referidos se hicieron mediadores. Las promesas insatisfechas, entre las que se incluía mitigar la situación entre las fuerzas revolucionarias que no lograban controlar el territorio, los pusieron cara a cara y el antagonismo surgió. Obregón actuaba de forma sospechosa, culpando a sus subordinados de desobedecer sus órdenes. El incumplimiento de la palabra ofrecida y la falsedad enojaban en exceso al general en jefe de la División del Norte, al considerarlos traición insuperable, que debía ser satisfecha con la vida misma, por lo que decidió fusilar a aquel al que apodaba como “El perfumado”, quien entonces salvó la vida. Con seguridad, el futuro presidente no olvidó el altercado.

Al año siguiente, dispuestos de nuevo a la lucha, pero en bandos enfrentados, librarán las famosas batallas en El Bajío mexicano, donde la división norteña culminó su avasallante trayectoria, deshecha por la estrategia de su adversario. Obregón emergió triunfante, aunque la victoria no le supo a miel; frente al ánimo de la revancha cumplida, perdió su brazo derecho, evidente y despiadada derrota personal. Villa resultó abatido, pero no totalmente descalabrado y siguió con sus afanes guerrilleros, hasta que la vida volvió a colocarlos en la encrucijada de 1920, cuando ambos continuaron moviendo sus piezas, en un juego de poder en el que la ingenuidad estaba prohibida y que solamente terminaría con la eliminación categórica del antagonista. Tal y como sucedió.

El 17 de julio de 1920, en un telegrama que el principal biógrafo de Villa Friedrich Katz califica de mordaz, Obregón escribe al presidente provisional Adolfo de la Huerta cuál era su opinión respecto a los tratados que se estaban haciendo con quien llama sin más el “bandolero” Villa, a los que calificaría, en el caso de realizarse, como “el fracaso moral más grande para la actual administración”. Cuando el acuerdo se firmó, la exaltación del caudillo no fue para menos. Escribió a sus allegados Benjamín Hill y Francisco R. Serrano las siguientes palabras: “Soy de opinión que no hay ninguna autoridad por alta que sea su investidura, que tenga el derecho de celebrar con Villa un convenio que cancele su pasado y que incapacite a los tribunales de la actualidad y del futuro para exigirle responsabilidades”. Consideraba que era un desacato directo a la figura presidencial, ostentada entonces por De la Huerta. Pero las negociaciones se habían concretado, así que las posturas personales, como bien lo apunta el historiador austriaco, autor de esa monumental obra titulada en su versión en español sólo Pancho Villa, debían quedarse en lo privado, pues ir en contra de la corriente solamente podría generar conflictos que llenarían de obstáculos su camino hacia la primera magistratura.

El general Álvaro Obregón antes de perder el brazo derecho en un enfrentamiento con tropas villistas, 1915. Colección: Centro de Estudios de Historia de México Carso, Fundación Carlos Slim. Fotografía tomada de: https://memoricamexico.gob.mx/swb/memorica/Cedula?oId=quE1VHMBV3r9dX551WiK

Y su talla de protagonista no era demeritada por el próximo hacendado y civil residente en Canutillo. Nuevamente recogida por Katz, veamos la carta que le escribió al entonces favorito para ocupar la presidencia, un día después de la firma en Sabinas, Coahuila:

Sin haberme nunca dirigido a usted porque un corazón como el mío siempre habla con franqueza, hoy lo hago para decirle que hasta hace muy pocos días todavía existía en mi corazón el ser su enemigo personal, pero como también hace pocos días tuve conocimiento de que Raúl Madero traía algún negocio de usted para conmigo, he cambiado completamente de opinión queriéndome convertir en amigo de usted y aún cuando no sé si usted se avergüence de serlo mío, mi deber como buen patriota es conciliarme con todos para retirarme a la vida privada sin estorbarles en absoluto en nada, pues el insignificante prestigio de que yo gozó en la República quiero entregarlo a ustedes, porque el hombre que ama a su Patria y a su Raza debe probarlo con hechos. […] Si usted se avergüenza de ser mi amigo porque yo no valgo nada, espero que sea tan bondadoso para decirme “no quiero ser su amigo”. Un hermano de su raza que le habla con el corazón.

Misiva desprendida de vanidad y egoísmo, que testimonia quizá el último rasgo de sinceridad en una relación que a partir de entonces estará inmersa en el recurso más utilizado en la práctica política mexicana: la simulación. Para prueba, la respuesta de Obregón, quien tardó dos meses en enviarla:

Me había abstenido de contestar sus dos cartas anteriores, porque dudaba de la sinceridad con que usted proponía deponer las armas para dedicarse en lo absoluto a una vida de trabajo, y hasta creí que el gobierno obraba con ingenuidad en este caso; pero ahora que los hechos demuestran su firme resolución de retirarse por completo de toda actuación militar y política desoyendo las voces insidiosas de muchos hombres que han querido, a la sombra de usted, obtener ventajas personales, he querido escribirle estos renglones para expresarle con toda claridad que puede usted estar seguro de que al verificarse el cambio de gobierno, el día primero de diciembre próximo [era 29 de septiembre] usted continuará gozando de todas las garantías que el actual gobierno provisional le ha otorgado, y hacerle presente mi felicitación por el deseo francamente manifestado por usted de sacrificar todo lo que sea necesario en beneficio de la tranquilidad nacional.

En efecto, una vez con los hilos de la administración nacional, Villa no fue hostigado directamente por el presidente; por el contrario, la ayuda para sus empresas y para su seguridad fue supervisada directamente desde el despacho del Ejecutivo quien, con sumo colmillo político, no concedió ni un ápice de libertad al que consideró siempre su rival más peligroso, pues a pesar de los términos plasmados en la correspondencia que intercambiaron, nunca dejaron de ser “enemigos íntimos”, por llamarlo de algún modo.

Los comunicados, siempre dirigidos con gran respeto, comenzaron con Obregón apenas sentándose en la silla. Para el día 7 de diciembre, Villa solicitaba ayuda presidencial para que los ingenieros que estaban destacados en Durango continuaran con los trabajos de mensura y fraccionamiento de tierra en el proyecto de colonias agrícolas que dirigía. La respuesta fue inmediata y positiva.

El 18 de mayo de 1921, Eugenio Martínez, quien fue el ejecutor directo del pacto en Sabinas y que había sido refrendado por Obregón al mando de los militares de la zona donde se encontraba Villa, le hacía saber al presidente los deseos del dueño de Canutillo para trasladarse a la capital duranguense a solucionar algunos asuntos sobre contribuciones, situación que le hacía necesario utilizar una plataforma para trasladar carros y escolta. El permiso se solicitaba para que no se fuera a pensar que se trataba de algún movimiento subversivo contra las autoridades establecidas. Obregón confió y concedió su anuencia sin mayor premura.

Dos meses después, el apoyo presidencial ponía las cosas en claro con diligencia ejecutiva. Los impuestos que debía el gobierno sobre la hacienda de Villa fueron pagados en su totalidad, por lo que la propiedad ya quedaba libre de cualquier problema. La respuesta no podía ser más explícita, Obregón mostraba confianza y esperaba reciprocidad.

Para consolidar el sentimiento mutuo, en una carta desaparecida pero que es citada en su respuesta, Villa se ofreció, el 31 de julio siguiente, para apoyar al presidente en caso de una intervención extranjera, poniendo en peligro su vida para ayudar a la patria. El 22 de agosto Obregón respondió al noble ofrecimiento, conminando al valeroso ciudadano a continuar con su labor agrícola, en la que le deseaba el éxito “más completo”.

El general Francisco Villa con amigos en su rancho de Durango, ca. 1921. Colección: Elmer y Diane Powell, Biblioteca DeGolyer, Universidad Metodista del Sur de Estados Unidos. Fotografía tomada de: https://digitalcollections.smu.edu/ 

Lo interesante para el momento en que se cruzaba esta correspondencia, es que en Canutillo las cosas no estaban enteramente perfectas. Hacia finales de agosto parecía que la paciencia había llegado a su estado máximo. Casi se cumplían doce meses del licenciamiento definitivo de las tropas. Entre las condiciones de la entrega de armas se había acordado pagar un año de haberes a los rebeldes licenciados. El incumplimiento de esta cláusula debió generar incertidumbre. Sin embargo, es raro que no se mencione nada en las cartas entre Villa y Obregón. Puede pensarse que la ausencia de reclamo alguno se trataría de una prueba que Villa le estaba poniendo al presidente para demostrar su lealtad y su cumplimiento de la palabra empeñada. Pero Obregón era sumamente perspicaz y pudo ser lo contrario, que el tanteado fuera el caudillo duranguense.

El seguimiento del asunto se puede rastrear en el expediente personal de Francisco Villa ubicado en el Archivo de  la Secretaría de la Defensa Nacional. En ese valioso material se percibe la prontitud con que fue tomado el particular por la oficina de Hacienda, por órdenes directas del presidente. La situación permite conjeturar diversos escenarios. Había pasado casi un año y, como se dijo líneas atrás, no se registraba entre ellos ningún comentario al respecto. Solamente hasta que estaba cerca de cumplirse ese plazo, por nadie impuesto ni acordado, fue cuando las aguas se arremolinaron. 

El descontento que provocaría una incidencia como la referida resultaría en una crisis que podría ser aprovechada por Villa para levantarse legítimamente contra el gobierno que incumplía el pacto. La diligencia con que fue solucionado el incidente, por parte del Ejecutivo, habla de la relevancia que constituía. Sin ninguna dilación se hicieron llegar los casi 50 000 pesos requeridos, que coincidían con el tamaño del famoso cañonazo que nadie podía resistir.

Lo cierto es que Villa, más allá de esta cuestión, se ocupó de mantener informado al presidente de algunas de sus acciones, pero no podía mantenerse alejado de las intrigas que pudieran surgir para enconar las relaciones entre ellos. Así se desprende de la misiva del 24 de mayo de 1922, en la que el revolucionario retirado anexa una noticia aparecida en el periódico El Heraldo de Durango, cuyo encabezado rezaba así: “Villa mandará encerrados en un ataúd a los espías que le mande el presidente Obregón”. Absteniéndose de hacer cualquier comentario, pues la nota decía mucho, conminaba al presidente a reflexionar sobre la veracidad del artículo en el que se denotaba, según sus propias palabras, “[…] la falsedad y la mala intención y sólo deseo que Ud. se informe de ella, ya que la confianza que mutuamente nos dispensamos está fuera de toda duda”.

La respuesta se elaboró el 8 de junio siguiente. Sus términos eran claros. Lo aparecido en el diario duranguense no era para Obregón más que una “[…] ingrata labor que vienen desarrollando los despechados enemigos de la Revolución”. Le aseguraba a su sincero amigo que esos “[…] gritos destemplados de los eternos enemigos de nuestro pueblo, no causan en mi ánimo la menor impresión”. Finalizando así: “La actitud de usted ha exasperado en su grado máximo a la Reacción, porque es el mejor mentís a todos los epítetos deprimentes que ella ha lanzado a su personalidad, y de allí parten todas esas manifestaciones de despecho; y mientras más convencidos estén los hombres de la Reacción de su fracaso, más destemplados y agrios serán sus gritos y ataques”. Quedaron en el papel estas pruebas de confianza mutua; lo que no se sabe es qué transitaba por sus corazones… realmente.

Para acrecentar ese sentimiento compartido, merece citarse un mensaje en clave, de fecha 4 de septiembre de 1922, resguardado en el Archivo General de la Nación, que presenta descifrado otro estudioso villista, Rubén Osorio, en la recopilación de la correspondencia de Francisco Villa que editó hace años. El telegrama dice así (en altas lo cifrado): 

Con toda atención suplícole COMO AMIGO NO HACER NINGÚN PRÉSTAMO A MI HERMANO HIPÓLITO en caso de que lo solicite pues debemos de comprender las EXIGENCIAS QUE TIENE EL GOBIERNO. Por otra parte deseo antes que todo como se lo he expresado a usted en anteriores ocasiones que en cuestiones de CUENTAS NO MEDIEN AMISTADES Y QUE RINDA CUENTA DE SUS COMPROMISOS como los demás. Salúdalo respetuosamente.

Testimonio fehaciente de que las relaciones entre ellos no deberían interponer influencias externas, ni exponer aspectos familiares. Al otro día se remitió la toma de nota debida, en su correspondiente clave.

El último intercambio epistolar detectado entre ellos, más que presentar agradecimientos por los apoyos, se refiere a un asunto que ponía en peligro la seguridad de Villa y que lo había involucrado en una serie de desencuentros con un familiar relacionado a un par de sus antiguos mandos de la División del Norte, los hermanos Herrera, Luis y Maclovio, quienes terminaron enemistados a muerte con el “Centauro del norte”. Resultaba que la señorita Dolores Herrera había escrito a Obregón en varias ocasiones advirtiéndole sobre el peligro que significaba para su familia que Villa estuviera libre. Le preocupaba que las represalias se dirigieran sobre su hermano Jesús y le suplicaba su intervención. Dos semanas después, exactamente el 17 de marzo de 1923, Villa presentó ante los Senadores un escrito en el que acusaba directamente a Jesús Herrera de seducir a sus enemigos con dinero para asesinarlo. Acudía a esta instancia para legitimar su probable respuesta ante tales amenazas. Pero también se lo comentaba al presidente Obregón, en misiva que le mandó, mecano escrita y con el membrete de la Hacienda de Canutillo que, cabe decirlo, ostentaba una imagen de la justicia, cargando la balanza y la espada, pero con los ojos descubiertos, el 18 de abril siguiente. En ella le decía:

[…] deberá figurarse, Sr. Presidente, conociendo como conoce mi carácter, los sacrificios que he hecho para soportar con toda prudencia las grandes inconsecuencias y faltas de Herrera, debiendo advertirle con toda atención Sr. Presidente, que he obrado así por el respeto y estimación que tengo de Uds. y espero pues que como amigo busque Ud. la manera de poner término a este asunto que pongo en sus manos debiendo de hacerle la aclaración, Sr. Presidente, de que Herrera, hace ya como un mes aproximadamente que constantemente me está lastimando y ofendiendo en mi amor propio en la prensa de Torreón.

Cuatro semanas después, Obregón contestó en términos que solamente daban largas al asunto, lo que debió exasperar a Villa en extremo. Disculpándose por responder con tanto atraso, pretextando exceso de trabajo, el mandatario le comunicaba su pena por los incidentes con Herrera y le prometía dar toda la atención al asunto, buscando una manera discreta para que esos trastornos no se repitieran. Estimaba en demasía la prudencia seguida por Villa, quien se había abstenido de replicar públicamente las recriminaciones a su persona, comportamiento que allanaba el camino que habría de tomar el Ejecutivo, reiteradamente reservado, para impedir nuevas discrepancias. Se despedía con la misma fórmula de afecto. Puede conjeturarse que la respuesta no satisfizo del todo al antiguo jefe de la División del Norte. No se registran más comunicaciones entre ellos.

Al mes siguiente, en una emboscada en Hidalgo del Parral, Chihuahua, murió asesinado Francisco Villa. Los indicios muestran que en su ejecución estuvieron implicados personajes de la alta cúpula del gobierno obregonista, aun a sabiendas del propio presidente quien, como se percibe en la última misiva, ya no estaba muy contento con el antiguo general revolucionario.

Muchos años después, en una misiva particular de Faustino Partida Aranda, quien fungió como chofer de una amiga de María Tapia, esposa de Obregón, allá por 1927, relata haber escuchado en una tertulia celebrada en esos años en Ciudad Obregón, Sonora, la anécdota de que el general Obregón, en los momentos más álgidos del rompimiento entre los revolucionarios, había expresado ante algunos de sus partidarios que, si tuviera la oportunidad, se orinaría “sobre la calavera de Pancho Villa”. La carta particular, de 1984, dirigida a Víctor Ceja Reyes, autor de un artículo sobre la desaparición del cráneo de Villa, no aclara los nombres de quienes habrían presentado ante el presidente el vestigio óseo del guerrillero desenterrado en 1926, pero destaca la actitud del “Manco de Celaya”, quien se habría sentido sumamente ofendido al ser considerado capaz de perpetrar “semejante infamia”. Lo cierto es que las relaciones entre estos protagonistas de la historia mexicana merecen una amplia reflexión que se encargue de dilucidar los hechos, más allá de odios, traiciones y leyendas.

Cerremos el círculo haciendo alusión a la canción popular mencionada al principio. Era un corrido netamente anti villista, en el que el triunfador de la Revolución, Álvaro Obregón, se proyectaba como el artífice de los buenos tiempos por venir, pero que dejaba implícita la significación que Villa tuvo en ese proceso. El mensaje no se quedó en el simple panfleto. Se recogió en un libro coordinado por el Dr. Atl y llegó a las manos de uno de los ejecutores de las políticas públicas de gobierno que mejores resultados arrojó en su implementación: Diego Rivera, quien plasmó en la cartela que remata sus murales en el edificio de la Secretaría de Educación Pública, obra del gobierno obregonista, varios cuartetos de esa composición. En ningún lado aludió el pintor dónde había obtenido los versos que rematan sus paredes al fresco. Y como muchos símbolos ocultos, de los que está llena su creación plástica, dejó encriptados los nombres de Villa y Obregón, sin mencionarlos, como si la esperanza que despertó la reconciliación en aquellos lejanos años 20 tuviera que estar velada y se presentara como un secreto que nos toca a los mexicanos resolver. Lo enigmático es que residiría simplemente en edificar una patria en la que la justicia por la que lucharon aquellos hombres se vuelva realidad. Para nuestra mala fortuna, después de tantos años, el secreto sigue oculto.

Guerrero, José, “La esperanza de la patria por la rendición de Villa” en Dr.  Atl [Gerardo Murillo], Las artes populares en México, México, Editorial Cvltura, 1922, Volumen II, p. 140-142.

Katz, Friedrich, Pancho Villa, México, Era, 1998, 2 vol.

Silva, Carlos (coordinador),  Álvaro Obregón. Ranchero, caudillo, empresario y político, México, Ediciones Cal y Arena, 2020.

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