A mediados del siglo XIX el desarrollo del movimiento costumbrista impulsó la elaboración de numerosas pinturas y textos literarios que buscaban incidir en la consolidación de una identidad mexicana. El movimiento, encabezado por pintores, escritores y litógrafos, pretendía contribuir a la creación de un arquetipo de lo nacional a partir de imágenes y literatura orientadas a retratar la “realidad” social del país. No obstante, si bien sus creadores se esforzaron por recrear escenas cotidianas y narraciones satíricas de los sectores populares, estas eran resultado de un imaginario de lo popular que se plasmaba en representaciones pintorescas poco coincidentes con la vida material y social de los retratados.
Los años entre 1840 a 1870 son vitales para entender este fenómeno. No sólo coinciden con el auge del costumbrismo mexicano y el esplendor de los talleres litográficos. También con aquellos años en que la política liberal sentó sus bases, al tiempo en que la inestabilidad política y económica contribuía a generar condiciones adversas para la clase trabajadora. En este artículo expongo la manera en que los costumbristas plasmaron sus representaciones sobre lo popular y muestro la relación que en ello tuvieron la literatura de viajes extranjera y el discurso liberal decimonónico. Además, me interesa contrastar estas formas de representación con aquellos aspectos de la vida material y social de los sectores populares que permitan aproximarnos a una visión más cercana de su realidad.
El costumbrismo: una respuesta a la visión extranjera sobre lo mexicano
Desde el siglo XVIII hubo gran interés por registrar escenas de la vida cotidiana que dieran cuenta de las costumbres, características físicas y principales oficios realizados por las castas novohispanas. Estas descripciones coincidían con aquellas expresiones del Romanticismo que retrataban aspectos pintorescos de la sociedad rural europea. Entrado el siglo XIX, la influencia de este movimiento cultural, en conjunto con la necesidad de crear símbolos que unificaran al naciente país, derivó en el desarrollo del Costumbrismo. Un movimiento artístico y literario encaminado a construir una identidad nacional a partir de su historia, sus riquezas naturales y los arquetipos del pueblo mexicano. Para materializar su objetivo, los costumbristas publicaron numerosos textos donde pretendían representar y plasmar las peculiaridades del país. De esa manera, lo apartarían de su legado colonial y contribuirían a legitimar los hábitos y las costumbres de la recién creada república.
En un primer momento, sus exponentes plasmaron escenas cotidianas con fines estéticos. Más tarde, una vez que los literatos abrazaron el movimiento, los costumbristas reforzaron su interés por representar lo popular y articular una identidad a través de textos literarios que describieran las peculiaridades del pueblo mexicano de manera visual y escrita. Así, un buen número de revistas y obras fueron ilustradas con grabados y estampas que los litógrafos, editores e impresores consideraban útiles para retratar lo narrado y educar al pueblo. En el periodo que nos ocupa destacaron las revistas El Mosaico Mexicano (1837-1842), El Museo Mexicano (1843-1847), la Revista Científica y Literaria (1845) y El Álbum Mexicano (1849). Obras completas como Los mexicanos pintados por sí mismos (1854-1855) y México y sus alrededores (1855). Y las novelas Astucia (1865-1866) y Clemencia (1869). Pero ¿Cuál fue el interés de los costumbristas mexicanos por construir y difundir una identidad nacional?
Durante más de cuarenta años, la búsqueda por representar lo “típico mexicano” derivó en artículos y cuadros de costumbres, novelas e ilustraciones litográficas que fueron publicadas en periódicos, revistas y obras literarias de gran tiraje. La mayoría era una reacción a la literatura de viajes extranjera y una respuesta al vacío dejado por el Estado como principal promotor de la integración nacional. Es importante destacar que la disposición de los viajeros para trasladarse temporalmente a un territorio desconocido y convivir con una cultura distinta hizo de ellos hábiles recopiladores de datos y sensibles espectadores de los espacios que visitaban. Durante la primera década del siglo XIX, un buen número de ellos visitó el país con el fin de observar las riquezas naturales descritas por otros viajeros o ampliar sus conocimientos sobre el mundo. Su interés por compartir estas experiencias les llevó a convertir sus diarios de viaje en libros donde reunieron reflexiones y descripciones sobre el clima, los paisajes y las costumbres de la población mexicana.
No obstante, si bien la literatura de viajes nacía de un afán por comprender el mundo, sus creadores no podían separarse de los prejuicios, los choques culturales, las expectativas e intereses político-económicos que también moldeaban sus experiencias y construcciones sobre la realidad. Sabedores de ello, los costumbristas rechazaron las descripciones textuales y visuales plasmadas en sus crónicas. Desde su perspectiva, estos relatos habían difundido una imagen muy “pobre” y degradada del país, la cual era producto de un deseo por llevar la civilización a donde supuestamente no la había, así como por servir a los intereses expansionistas de sus países de origen. Por ello, abrazaron la tarea de romper con esa lectura distante y contribuir a la construcción de un discurso nacional basado en la mirada de sus propios habitantes.
Dado que el país estaba en formación y transitaba por periodos de inestabilidad política y económica, algunas obras del género costumbrista retomaron principios esenciales del nacionalismo para construir sus personajes e historias. Entre 1865 y 1866, por ejemplo, Luis G. Inclán enlazó su novela Astucia al tema de la historia nacional y la figura del charro. Por su parte, Ignacio Manuel Altamirano centró el argumento de Clemencia en una historia de amor que convergía con el proceso de consolidación de la nación. Sin embargo, tratándose de la literatura de “tipos populares”, los costumbristas se enfrentaron al problema de personificar los elementos que podían ser dignos representantes del país en un momento en que, de acuerdo con ellos, todavía no existían costumbres ajenas a la influencia del dominio español.
La representación del mexicano en la construcción del discurso nacionalista
A tan sólo algunas décadas de haberse independizado, México había transitado por varios sistemas de gobierno sin que se lograran acuerdos sobre la manera más idónea de organizar el país. A este vaivén se sumaba una fuerte crisis económica, un sucesivo conjunto de levantamientos armados, así como un quebranto patriótico a raíz de la pérdida de más de la mitad del territorio a manos de Estados Unidos. Las décadas de 1850 a 1870 fueron especialmente complicadas debido a los cambios que experimentó la sociedad luego de promulgarse las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857, así como por las consecuencias que dejó la Guerra de Tres Años y la Intervención francesa.
En este tránsito, las reformas liberales contribuyeron a forjar un modelo de Estado y un ideal del ciudadano. Este arquetipo sólo se alcanzaría en la medida en que se creara una sociedad útil y laboriosa de pequeños propietarios, cuyo estatus jurídico les garantizara derechos individuales como el sufragio, la igualdad y la propiedad. Con ello se daría fin a la fragmentación social y territorial y se abriría el camino a la construcción de una nación moderna. Pero antes de que el Estado pudiera impulsar este proyecto, los costumbristas visualizaron la necesidad de personificar estos valores e ideales en retratos de hombres y mujeres que integraban a la sociedad mexicana. Sin embargo, la tarea no fue sencilla.
Primero, había que elegir a aquellos dignos representantes del ideal mexicano y caracterizarlos de tal forma que pudiera resquebrajarse la imagen exótica creada por los extranjeros. Sin entrar de lleno al análisis de la literatura costumbrista, es claro que sus exponentes se interesaron, en su mayoría, por representar a las clases o sectores populares. Es decir, a esa parte de la sociedad constituida por quienes “participaban en el mundo del trabajo y de la producción, tanto en el campo como en la ciudad”, según la definición de la historiadora Clara E. Lida. En ese sentido, su preocupación se centró en retratar la figura de personajes cuyos oficios eran vitales para la convivencia social y el desarrollo de las actividades cotidianas. No es casual, por tanto, que varios textos replicaran la representación del aguador y el cochero. O que hacia 1855 las labores de la costurera, el escribiente, el sereno, el criado o la recamarera se hubieran retratado por considerarlas convenientes, honradas y pintorescas.






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